Digamos que vives dentro de una biblioteca. No era precisamente un plan, tan sólo que el tiempo pasa, se van sumando lecturas a lo largo de los años y para dar cuenta de ello ahí están los libros queridos, siempre cómplices, sonrientes, amigos fieles.

Digamos que llega un momento en que no te es posible retener en la memoria cierta cantidad de títulos, por lo usual a partir de los 10 mil. Y entonces te sometes a una especie de cirugía mayor y reclasificas todo ese mundo en el que habitas: recordemos que es tuyo de ti, que nadie te ayudó a construirlo, que cada uno de los volúmenes lo pagaste desde antes de la mayoría de edad con tu trabajo. Es una labor enorme pero tiene varias recompensas, porque ahí donde creías tener todo bajo control, descubres detalles que una vez ajustados harán que la maquinaria de tu biblioteca personal funcione como un reloj cuántico. Y te das cuenta que hay una cierta cantidad de textos que no están en tu clasificación: desde luego, para auxiliar a la memoria, has venido construyendo una robusta base de datos en donde está todo lo que tienes, misma de la que has hecho copias redundantes en versión electrónica en servidores remotos y en un par de rollizas impresiones que pueden actualizarse a mano.

¿Para qué quieres el mundo externo si tienes al alcance de la mano, y sabes exactamente en qué parte de la biblioteca, cada uno de los 10 mil mundos que te acompañan? ¿Para qué, si además has puesto los cimientos, cuidadosos cimientos, de una biblioteca virtual ciertamente muy básica que te acompaña en todo momento y en cualquier lugar aun sin conexión Wi-Fi? Bueno, hay razones para andar en el mundo exterior porque, señalemos ejemplos sencillos más allá de la vida laboral: la cava que te has ido chiquiteando no se va a llenar sola, ni la plaza de toros (por portátil que sea y las hay de magnífica factura y perfecta funcionalidad) va a venir a tu mundo cerrado, ni tus amigos van a tener siempre los fines de semana libres para ir hasta donde estás sino que muchas veces es mejor un punto de encuentro intermedio, y porque tampoco los mejores tacos de barbacoa y el litrito de consomé con los que sueles acompañar el futbol los domingos al mediodía tienen entrega a domicilio.

Y pese a todo, reina una balanza invisible entre tus mundos (audioteca y filmoteca incluidas) y el de todos.

Pero la teoría del caos no es gratuita. Y no quiere decir que todo ese ordenado paraíso enloquezca, sino que un día decides incluir en él, del modo más amable posible, a otra persona. Compartes la vida, replicas la alegría, procuras la felicidad y, aquí entra el caos, ofreces vía libre a tu biblioteca, a tus mundos, con enjundia y de corazón. Y lo extraño, y que no menciona la teoría en parte alguna, es que aquello parece funcionar: a la persona en caso le descubres ya no un mundo, sino un universo del que sólo había hecho atisbos muy poco afortunados.

Pero ahí está el caos, agazapado, ciertamente explicable luego de dos cuadernos de notas sueltas tomadas en un lapso de cinco lustros. De forma lamentable, ese caos, esa forma de la traición y el latrocinio doloso, se hace patente luego de que ya nada tiene remedio. Tiene un tributo segurísimo, como todo, pero no remedio.

Tratas de responder, con citas, puntos y comas, a la inquietud de un enorme amigo para que de una vez por todas termine la lectura de La montaña mágica, ese libro extralúcido del inalcanzable Thomas Mann. Quieres animarlo. Es sólo un pasito. Y sabes que con ello vas a mover a una considerable cantidad de lectores a meterse en esa aventura de la cual regresarán muchas veces mejores de lo que son. Y quieres compartir las tres traducciones que tienes registradas en tu base de datos, cuyas anotaciones y subrayados dan cuenta de tres etapas de tu vida. Casi puedes ver las páginas: la primera versión cuando en vez de subrayar, iluminabas los renglones con un sencillo lápiz rojo; la segunda cuando pasaste a los marcadores profesionales que resaltaban sin lastimar el papel; y la tercera en la que sólo dibujabas globos en las líneas precisas y escribías en los márgenes con un rapidógrafo de los que emplean a diario quienes fueron tus escasos maestros de diseño en arquitectura.

Y los chingados libros no están. Ni uno de los tres.

Entonces tienes un presentimiento sombrío. Buscas en su sitio y fuera de él la biografía que sin deberla ni temerla ni solicitarlo te firmó Anthony Hopkins, la única vez que tuviste la oportunidad de estar a su lado en un asunto periodístico; y el disco en el que te puso un pareado Joaquín Sabina, luego de una noche de semi-exclusivas en la que una docena de reporteras pintaron sus labios con un beso en la portada (olvidemos nombres y declaraciones subidas de tono); y los volúmenes anotados de Chandler; y, entre otras 15 joyas sin valor monetario, los originales corregidos y aumentados de tus novelas. Todo fue sustraído con precisión quirúrjica.

—Fíjate en Arturo Macías –me dice, gentilísima, quien debe decirlo—, él sabe que si se tira a fondo en la suerte final, le pueden pegar, pero no por eso dejaremos de verlo en los ruedos.

—Era muy fácil solicitar esos bienes. Los habría regalado hasta de buena gana.

—Lo único que regala Macías son toros, y es posible que lo vuelvan a herir. Pero mira que se levanta, regresa de la enfermería, y demuestra con la espada quién es el que manda. Sólo que ahora la espada lleva mi nombre.

@cesarguemes

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