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Hasta antes de renunciar a tan ingrata tarea, cada vez que al escribidor le tocaba apechugar apersonándose en la fiesta infantil (brincolín, globos, pastel, payaso, bocadillos), además del obsequio central —un pase todo pagado para el infame cumplea-“ñerito” y sus padres a cualquiera de los no menos infames centros de diversión para familiares—, iba un libro cuidadosamente pensado para la edad del terrible infame que habría de recibirlo.
Previo speech —la monserga esa de tomar un micrófono y desear larga vida y hablar un poco del obsequio—, el niño, que no jovencito porque hablamos de menores de 10 años —momento en que abandonan, por fortuna, la costumbre de que sus padres hagan el gasto y el ridículo más grande de sus vidas (aunque parezcan no percatarse del asunto)— , salta de alegría con el pase al centro de diversiones y dice de inmediato, arrebatando el micro, cómo va a ir vestido y a todos los juegos que se quiere subir, y, acto seguido, maldita sea la perra suerte del escribidor, abre el envoltorio del libro (uno de los buenos, bien escrito, de excelente edición, importado, y con muchísimas páginas para que le dure el gusto al infame ser), lo mira, ve al obsequiante como si hubiera oído una grosería espantosa que involucra a su señora madre, y , todavía mostrando un ápice de civilidad, lo coloca discretamente en el pasto, lo olvida para siempre y se va corriendo con el pase aquel como bandera y detrás suyo toda la runfla de pelafustanes que ni por compasión recogen el libro al menos para darle un vistazo.
Los padres del engendro tampoco levantan el libro; ya se irá con toda la basura desechable y contamine que estas funciones generan.
Y ahí está la clave.
Luego de ver repetida con variantes todavía peores el episodio, la conclusión no es difícil; a los padres tanto la lectura como los libros les valen exactamente tres hectáreas de verdura. Y son gente de trabajo, que lo mismo poseen una tienda de abarrotes o tienen licenciaturas o ingenierías —con títulos reales o comprados— que les han permitido adquirir un departamento, una camioneta familiar y que pagan cantidades muy serias por la educación privada que reciben sus hijos, tanto en escuelas de verdad como en las patito. Pero que son, al mismo tiempo, personas —muchas personas, de todas las divisiones y subdivisiones socioecómicas con excepción del doloso porcentaje en pobreza extrema que en su vida han leído un libro—. Terminaron la formación académica apenitas, los que hicieron, con una tesina de unas cuantas paginitas pergeñándose de aquí y de allá ideas ajenas y listo. Hablamos de una parte muy considerable de la ciudadanía nacional.
Bien, pues esos padres con la mínima solvencia podrían brindarle a sus hijos, sea día del niño o no, lo siguiente y cuya enumeración en forma alguna es ideal ni soñada, sino básica, y que habla del cuidado afectuoso y del respeto que merece un niño, cualquier niño: una biblioteca entera, una habitación dedicada a ello que contenga libros a su alcance y otros que los motiven a seguir aprendiendo.
Un espacio que albergue, por lo menos, dos centenares de volúmenes, un escritorio, papel, plumas, un dispositivo electrónico que hayan dejado de usar sus padres, lo mismo una PC que una tablet, un microscopio básico, un telescopio de alcance moderado, y mucho espacio en las paredes para que los niños cuenten con pizarrones de corcho a fin de ir colocando hallazgos o recortes o lo que les interese pero que se den cuenta que es una herramienta para expandir el propio pensamiento, la propia felicidad, los propios hallazgos.
Trabajar para un espacio así es querer a un hijo, valorarlo, darle tantas armas intelectuales como sea posible para que se salga al mundo a defenderse. Porque, mire, toda esta payasadita de clases que el niño no solicitó como son, entre otras muchas, las de fengshui, de capoeira con jiu jitsu, de “desarrollo interno” y de todas esas jaladas mentales a las que los padres los inscriben no son más que una manera de no tener que luchar con ellos en casa, o sea, de no educarlos, o sea, de no haberles abierto el mundo de la lectura y, ya puestos, el de la escritura temprana.
Con el golpe a la Reforma Educativa, que dejará a los mismos de siempre en posibilidad de hacer las mismas cochinadas de siempre (compra y venta de plazas, ausentismo pagado y desapego al programa de estudios, entre otras lindezas), todos aquellos infantes que acuden a escuelas de gobierno están condenados al fracaso desde ahora. Y si a ello sumamos la iniciativa enloquecida de no evaluar a los alumnos ni en primero ni en segundo grado de primaria, en dos décadas, cuando esos chavales crezcan, veremos que el infierno no es lo que actualmente vivimos, sino que en realidad era sólo la puerta de entrada.
Cada niño que hoy no reciba un libro de obsequio por parte de sus padres o tutores (un libro cuesta menos que dos caguamas, por favor), nunca tendrá un reino, que es decir una vida ilustrada, que a su vez es decir una vida libre y muy probablemente feliz.
@cesarguemes