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En 1935, cuando la amenaza del fascismo imperialista y el comunismo soviético se erigían como los mayores riesgos para las democracias burguesas afincadas en Europa, grupos de escritores rusos, alemanes y franceses, entre otros, organizaron el Primer Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, que tuvo su sede en la ciudad de París.
Manuel Aznar Soler explicó —en República Literaria y Revolución— que la creación de un frente de escritores antifascistas se apoyaba en la idea de que el comunismo, después de la Revolución de Octubre, se postulaba como “la esperanza real de una nueva sociedad socialista en donde, eliminada la explotación del hombre por el hombre, eran posibles la justicia social y la dignidad humana”. Sucesos de la gravedad del incendio del Reichstag o la quema de libros de mayo de 1933 confirmaban que las políticas ejecutadas por Hitler y Mussolini “encarnaban la barbarie, la destrucción de la razón y de la cultura”.
Intelectuales y artistas se sumaron a la iniciativa, conscientes del protagonismo que estaba reservado a las artes en la batalla ideológica que iba a comenzar. El antecedente de este primer encuentro internacional fue el de Escritores Soviéticos de Moscú, celebrado en 1934 y en el que, según palabras de Wolfang Klein, se demostró “en relación con diferentes literaturas nacionales, que el Congreso enriqueció sustancialmente el programa político y literario del movimiento revolucionario internacional (…). Contestando afirmativamente a la pregunta de Tretiakov («Escritor revolucionario —¿no es demasiado restrictivo?»), confirmando su conclusión, según la cual el trabajo internacional debería basarse en el lema «Lucha contra el enemigo común, lucha contra el fascismo. En nombre de las ideas de una auténtica humanidad cuyo único portador y defensor es el proletariado»”.
El principal organizador del evento parisino fue Henri Barbusse, quien solicitó el apoyo de Stalin para la conformación de la lista de asistentes. Luego de los señalamientos de sectarismo de que fue objeto, Barbusse accedió a la creación de un comité integrado por André Malraux, Paul Nizan, Ilyá Ehrenburg y Jean-Richard Bloch, quienes redactaron un “Llamamiento” para convocar a la comunidad intelectual.
Aznar refiere que entre el 21 y el 25 de junio de 1935 se reunieron en la Mutualidad de París 230 delegados procedentes de 38 países. Asimismo afirma que se leyeron más de 100 ponencias, en su mayoría relativas a la responsabilidad de los participantes ante la sociedad y la historia. Un somero resumen estadístico arroja los siguientes datos: hubo 27 oradores franceses, 20 alemanes, 15 soviéticos, cuatro ingleses, tres italianos, dos belgas, dos búlgaros, dos daneses, dos estadounidenses y, por último, uno por cada uno de los siguientes países: Austria, Checoslovaquia, China, España, Grecia, Holanda, India, Letonia, Polonia y Portugal. Una de las ausencias más significativas fue la de Máximo Gorki, quien no acudió por causas no del todo esclarecidas y fue sustituido, a sugerencia de André Gide, por Boris Pasternak e Isaac Babel.
Pese a los vetos políticos y estéticos, como los ejercidos a trotskistas y surrealistas —en particular a André Bretón, quien no estaba dispuesto a ceñirse a la concepción del artista como “ingeniero del alma”—, fueron convidadas personalidades de ideología diversa como Aldous Huxley, Julien Benda, Julio Álvarez del Vayo e incluso León Blum.
La necesidad histórica de conformar una amplia unidad antifascista convirtió a este primer Congreso, pese a las polémicas que rodearon su génesis y desarrollo, en un acontecimiento de resonancia mundial. La revista francesa Commune, una de las más populares de aquellos años, lo consagró como el acontecimiento «más importante de la historia de la Cultura desde la gran Enciclopedia». Con ese entusiasmo se consolidó una lucha en defensa de las fuerzas democráticas que terminaría traicionándose a sí misma.