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Hace dos días, el presidente Andrés Manuel López Obrador, presionado por la masacre de Minatitlán y las poco alentadoras cifras de incidencia delictiva en el primer tramo de su gobierno, lanzó un aventurado pronóstico: en seis meses, la inseguridad y la violencia empezarán a ceder.
¿Tiene probabilidades de éxito la apuesta presidencial? ¿Va a poder mostrar resultados muy distintos a los actuales en un semestre? Lo dudo, por tres razones:
1. El calendario juega en contra. A nivel nacional, el número de homicidios tiende a crecer entre abril y octubre con respecto a los meses iniciales del año. Entre 2006 y 2017, de acuerdo a cifras del Inegi, el número de homicidios en el tercer trimestre de cada año fue 11% superior en promedio al total del primer trimestre (ajustando por el número de días). Eso significa que, cuando se cumpla el plazo de seis meses establecido por el presidente, el país probablemente vendrá saliendo de un periodo con una cantidad de homicidios mayor a la registrada en los primeros tres meses de 2019.
2. La Guardia Nacional no va a ser un factor significativo de contención de la violencia en el corto plazo. En lo inmediato, la nueva corporación va a estar conformada por unidades de Policía Militar, Policía Naval y Policía Federal que ya están desplegadas en el territorio, realizando labores de seguridad pública. Y el reclutamiento masivo de nuevos elementos enfrenta diversas restricciones, empezando por la ausencia de recursos presupuestales, siguiendo con la obligatoriedad del control de confianza y terminando con los tiempos de la formación inicial de los reclutas. Dado lo anterior, durante varios meses (o años), el gobierno federal va a contar con la misma cantidad de elementos, en los mismos lugares, haciendo lo mismo, con las mismas tácticas, liderazgo y equipamiento que hasta ahora, pero con uniforme distinto. Salvo que el uniforme sea mágico, no se deberían esperar resultados distintos.
3. Los programas sociales impulsados por el gobierno difícilmente tendrán impacto notable en la incidencia delictiva en el corto plazo. Por una parte, su puesta en marcha no es un proceso sencillo ni corto. Por ejemplo, el programa Jóvenes Construyendo Futuro contaba hacia finales de marzo con 200 mil beneficiarios, según información de la Secretaría del Trabajo. Eso equivale a 8% del universo estimado de beneficiarios potenciales. Por otra parte, la apuesta del gobierno es por programas de alcance universal. Eso puede ser deseable por múltiples razones, pero tiende a ser ineficiente como instrumento de prevención del delito: con o sin programas de apoyo, la mayoría de los beneficiarios no entraría en conflicto con la ley. Piensen, por ejemplo, en los adultos mayores de 68 años que recibirán una pensión. Dado que se trata de beneficiar a poblaciones poco propensas a infringir la ley, el número de delitos que se prevendrán con esos programas va a ser limitado.
En consecuencia, todo parece indicar que el presidente López Obrador hizo una apuesta que difícilmente puede ganar.
Por ahora, ganó tiempo. Pero la ausencia de resultados en plazos autoimpuestos podría acabar siendo muy costoso para la credibilidad del gobierno.
¿Cómo salir de esa trampa? Cambiando de métrica. Abandonando la obsesión con el número de homicidios y concentrándose en otros indicadores: la percepción de seguridad, la confianza en las instituciones, los niveles de denuncia, la eficacia de la procuración de justicia, etc.
Y, por último, utilizando el aún enorme capital político del presidente para transmitir un mensaje incontrovertible, pero que nadie quiere escuchar: construir un país justo y seguro es una tarea de décadas, no de años, no de meses.
alejandrohope@outlook.com. @ahope71