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La cita era a las 4 de la tarde, llegué una hora antes y esperé dentro del coche. Me temblaban las piernas. Ensayaba mi presentación. “¿Y si mejor me voy?”, pensé de pronto, “¿y si me regreso al básquet?”. Cinco minutos antes de la cita, el 1 de junio de 1979, entré al periodismo por la puerta del Unomásuno, tenía 21 años.
Todavía oigo el sonido de las máquinas de escribir en el camino hacia la redacción. La sonrisa intimidante de Marco Aurelio Carballo quien, gracias a Dolores Cordero, me daba una oportunidad en el periódico que un año y medio antes había fundado Manuel Becerra Acosta. El diario que todo estudiante de periodismo soñaba como destino, con el que se inauguraba un nuevo modo de ejercer el oficio, más libre, más creativo, más independiente, atrevido en el lenguaje, la imagen irreverente, el sueño de la igualdad social... y la aspiración democrática.
Ahí comencé de “hueso” (así nos decían a los auxiliares de redacción); llegaba de la Ibero a las 3 y salía a las 9 de la noche. Hacía el budget informativo, tomaba notas por teléfono, las llevaba corriendo a la mesa y la entregaba a los correctores de estilo, les llevaba café a los reporteros… y, porque así era la escuela del oficio, cada día acompañaba a uno de ellos a cubrir su fuente. Había pocas reporteras, todas ejemplares. Tuve a los mejores maestros. Por fin, luego de un año a prueba, una plaza en la sección Cultural. Y las artes plásticas como ventana para mirar al mundo a través de los ojos de los artistas que me enseñaron a ver con la imaginación. Fui subdelegada sindical cuando hicimos una huelga. Luego vino la salida, la dolorosa ruptura del cordón umbilical, una renuncia colectiva cuyo resultado derivó en la gozosa fundación de La Jornada en 1984.
En La Jornada viví el tránsito de la máquina de escribir a la computadora y el paso de una vida sin horarios, a la vida de una muy deseada maternidad. Tres hijos, mis nuevos maestros. Las ojeras, la angustia de terminar una nota para salir corriendo al Montessori a tiempo, las noches sin dormir, la culpa durante las ausencias y, por lo mismo, la idea de que en cada texto hay que darlo todo como si fuera el último. La irrupción del modem primero y de Internet y el correo electrónico después, revolucionó nuestras vidas y el ejercicio de nuestra profesión que atestiguó la desmaterialización de la cultura. De la mística y la pasión por el trabajo bajo la dirección de Carlos Payán, el diario cambió de directiva y también de prioridades. Así, después de 15 años, opté por explorar nuevos horizontes de cara al nuevo milenio.
Luego del clavado a la aventura del freelance en Equis, Proceso, y una década en Milenio, me abrieron las puertas de EL UNIVERSAL, donde, casualmente, trabajó muchos años Pane, mi abuelo materno, en el área publicitaria.
Del periodismo de papel al ciberespacio, los portales y las redes digitales; del télex y el rollo fotográfico al celular y las apps; del caset y la libreta al gadget en turno… parece que todo cambia todo el tiempo y hay que iniciar de nuevo cada día en este aprendizaje sin fin. Pero hay valores que permanecen: la independencia, la libertad, la idea de que el otro es lo más importante del mundo, de que la credibilidad se construye, de que el periodismo de cinco sentidos es el más rico y confiable, de que los lectores merecen tu mayor esfuerzo ya sea en un libro, un reportaje, una columna o un tuit. Y la convicción de que, junto a los proyectos, hay que dejar un espacio libre para lo que la vida te ofrezca.
Hace dos días, por ejemplo, acudí al Reclusorio Oriente donde la compañía que dirige Arturo Morell, Un grito de Libertad, presentó el musical Yo soy y existo. Y me sorprendió que sean seres humanos en prisión los que nos contagian esperanza y ánimo de valorar cada segundo de la existencia. Al final, desde el público, una niña de 13 años se puso de pie y les agradeció emocionada con una frase que, en este 40 aniversario, hago mía: “Ahora tengo más ganas de vivir”.
adriana.neneka@gmail.com