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Texto: Magalli Delgadillo
La ciudad se convierte en una necrópolis. Los colores morados, negros y el naranjas de la flor de cempasúchil cubren la Ciudad de México en los dos primeros días de noviembre. Por estas fechas, es común que los zoombies, las calaveras, las brujas y otros personajes de horror recorran las calles en medio de una lluvia de flores.
Hace poco menos de 100 años lo anterior no era común y sólo se realizaban algunas otras costumbres tradicionales para recordar a los seres que alguna vez estuvieron en este mundo terrenal. Esta casa editorial publicó cómo se vivió esta época del año, cuando como parte de encontrar la paz, las personas acudían al panteón para recordar a familiares o amigos.
El 2 de noviembre de 1917 el clima se solidarizó con la pena que los familiares tuvieron al perder a algún ser querido: llovió e hizo frío, “se metía hasta en los huesos”. Mientras que en los camposantos disminuía la concurrencia, de acuerdo con una nota de EL UNIVERSAL (3 de noviembre de mencionado año), los mercados se llenaban de compradores para seleccionar una corona grande, mediana o chica.
Plana de El Universal y una de las primeras fotos a color en primera plana en 1917
Fotografía de 1978 en Mixquic en Día de Muertos. A diferencia de la ciudad, este lugar era más concurrido
En la Alameda de la ciudad los asistentes abarrotaban los puestos de calaveritas de azúcar, juguetes de Guadalajara, panes de dulce y fritangas; en el Panteón Dolores las personas iban y venían con flores para colocarlas en cada esquina de los sepulcros y las refrescaban con agua que caía en la tierra y producía al aroma petricolor.
“Los pobres muertos no son incómodos; no protestan de la indiferencia con que los ven los vivos todo el año y se conforman con el día oficial destinado a su recordación”, estaba escrito en un texto, de esta casa editorial, titulado “Sauces llorones”.
Fotografía de personas arreglando la tumba de sus muertos en su día
Los visitantes pasaban de largo la Rotonda de las Personas Ilustres, donde reposan los restos del general Diódoro Corella, Ángela Peralta de Montiel, Sebastián Lerdo de Tejada y sus huesos volvían a quedar secos de olvido. Por el contrario, la tumba del presidente Francisco I. Madero fue cubierta por arreglos florales en el Panteón Francés.
No sólo se cubrieron de las actividades de estas fiestas, sino las muertes ocurridas en estos días, por ejemplo, el de los “Tres envenenados por comer mole”. Como era costumbre en la ciudad, había abundantes puestos de comida para calmar el hambre de los incansables transeúntes urbanos.
Muchos de estos negocios ofrecían tacos de carnitas, tripas o mole a precios muy bajos. Uno de esos lugares culinarios era el de la señora María Félix Espinosa, quien cocinaba en la calle Roldán.
Sus fieles comensales nunca tuvieron queja de sus guisos hasta que “la avaricia y malos tiempos” en el país la hicieron economizar y en lugar de “sacrificar un guajolote o pavo, le apretaba el pescuezo a un animal sospechoso que lo mismo podía ser un perro carroñoso que un gallo putrefacto”.
Esto trajo sus consecuencias y el 1° de noviembre de 1917, tres de sus comensales identificados como Luz Álvarez, Lucrecia Pasos y Felipe Álvarez comieron primero un tazón con caldo y, después, mole. “No acababan los clientes de limpiarse los labios con una servilleta (…) cuando sus estómagos comenzaron a protestar”. Los tres clientes se agitaban en el suelo y fueron llevados a la segunda Comisaría, donde el practicante de guardia dictaminó muerte por envenenamiento. La señora María Félix fue remitida a la Penitenciaría.
En noviembre de 1916, este diario no inmortalizó la vivencia de los capitalinos respecto a las festividades, pero sí una publicación especial en su primera plana. El texto llevó por título “Los muertos célebres”, un diálogo imaginario entre personajes como Benito Juárez, Comonfort y Francisco I. Madero, de cómo veían, desde el purgatorio, la situación del país.
Benito Juárez se lamentaba al decir “después de Díaz entreví la luz, Madero me llenó de esperanza; pero era demasiado bueno, olvidó cómo hemos olvidado todos tomar ejemplo de lo que pasó conmigo y de la semilla plantada por Iturbide (…)”.
Ahora, el luto para la Iglesia sigue siendo color morado, negro y amarillo. Los recuerdos siguen presentes entre los familiares y amigos que seguimos aquí en la tierra y tratamos que esos seres queridos sigan acompañándonos de diferentes maneras para evitar la frase de los antiguos romanos: “que sea inmortal, pero en el panteón”.
Foto principal:
Archivo EL UNIVERSAL, 1980.
Fuentes:
2 y 3 de noviembre de 1917, EL UNIVERSAL.