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luis.dominguez@clabsa.com.mx
“Tranquillity Base here. The Eagle has landed” (“Aquí Base Tranquilidad. El Águila ha aterrizado”): fueron las primeras palabras que se susurraron desde la Luna. Acababa de amanecer. Después de más 100 horas de vuelo espacial, los astronautas Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin lograron descender hasta la superficie de nuestro satélite natural.
Era 20 de julio de 1969, la odisea apenas comenzaba.
La misión Apolo 11 llevó consigo un paquete de experimentos (Early Apollo Scientific Experiment Package, como se nombró) que incluía un detector de viento solar, un sismógrafo y un reflector de láser.
Estas actividades aportaron información en el estudio sobre el origen del satélite, así como la formación de la Tierra y el Sistema Solar.
A unos metros del módulo Eagle, Buzz Aldrin desplegó el detector de viento (Solar Wind Composition Experiment). Fue diseñado en la Universidad de Berna, Suiza, por Johannes Geiss. El instrumento apenas pesaba 400 gramos, constaba de una delgada lamina de aluminio que estuvo expuesta durante una hora y 17 minutos; ésta recabó cerca de 10 billones de átomos de elementos químicos arrojados por el Sol.
El astronauta Buzz Aldrin transporta el paquete de experimentos (Early Apollo Scientific Experiment Package). En su mano izquierda carga el sismógrafo y en su derecha el reflector. Foto: NASA
Herramienta actual. El segundo experimento que se instaló fue el reflector de láser (Laser Ranging Retro-Reflector). Un pequeño panel de 60 centímetros de ancho, cubierto por 100 espejos de sílice fundido, que aún apunta a la Tierra.
Su objetivo era reflejar un haz de luz láser disparado desde nuestro planeta y con ello medir la distancia que hay entre ambos cuerpos.
El astronauta Buzz Aldrin después de instalar el sismógrafo (a su derecha). Foto: NASA
Los resultados de este juego de láser también han servido para verificar la Teoría de la Relatividad y para trazar a detalle la órbita de la Luna. Los observatorios. 50 años después, aún usan esos reflectores.
Por último y no menos importante, se colocó el sismógrafo (Passive Seismic Experiment). Incluía tres sensores que detectaban temblores de periodo lento y uno más que registraba oscilaciones verticales rápidas.
“Pudimos conocer el interior de la Luna. Sabemos que, al igual que la Tierra, tiene un núcleo de metal fundido que se enfría y esto provoca que la Luna se encoja un poquito y rompa su corteza, que se creen fallas, así como la de San Andrés”, dice Franco.
Gracias a los registros obtenidos, se sabe que la corteza lunar se formó hace 4 mil 400 millones de años —la Tierra hace 4 mil 540 millones—. “Los experimentos científicos en la Luna son la coronación, la joya, de la carrera espacial”, comenta Franco, también autor de Alunizaje.
Otra herencia del alunizaje. La carrera espacial, que inició con el lanzamiento del satélite ruso Sputnik y culminó con las huellas que Armstrong impregnó en la superficie lunar, dejó un manantial de proezas humanas y avances tecnológicos.
El astronauta Buzz Aldrin después de instalar el detector de viento solar. Foto: NASA
El astronauta Neil Armstrong desde la superficie lunar. Foto: NASA
La salud de la tripulación de Apolo, durante su viaje de ocho días para recorrer más de 380 mil kilómetros en el espacio, era uno de los aspectos más críticos. Para minimizar los riesgos, se implementó un extenso programa de prevención, se generó un sistema de monitoreo biomédico para tener un seguimiento de sus signos vitales, que hoy los hospitales han adoptado. Además se ha detonado el estudio de la medicina espacial.
La lista de avances que se heredó del programa Apolo aún es larga, el aporte que ha hecho en áreas como telecomunicaciones, ingeniería o medicina es trascendental. La conquista de la Luna es también una victoria en la investigación científica y en el confort de la vida cotidiana, donde la odisea aún no termina.