En algunos países, especialmente europeos, hay una edad límite para retirarse de un empleo en el sector público, incluida la docencia y la investigación. En Alemania la edad de retiro fluctúa entre los 65 y 67 años, de acuerdo al tipo de plaza de que se trate. En el caso de los investigadores que son “Beamte” se puede extender la edad de jubilación hasta los 68 años.

En Estados Unidos, las universidades normalmente no exigen el retiro obligatorio, pero si hay una evaluación académica muy estricta, de manera que a profesores que por cualquier razón comienzan a dejar de ser productivos, se les recomienda la jubilación, a veces de manera no muy sutil.

En México tenemos un problema con las jubilaciones, ya que normalmente lo que se recibe de pensión es una proporción relativamente baja del último salario (me refiero a pensiones del IMSS o del ISSSTE, no las doradas de PEMEX o CFE) y además se pierde el acceso a seguros médicos de gastos mayores, una prestación ahora sí que vital a partir de cierta edad. Por eso los investigadores y profesores mexicanos simplemente retrasan la jubilación por muchos años. Varios de mis profesores universitarios aún trabajan en la UNAM y en el IPN.

El problema es harto conocido, pero se ha recrudecido en los últimos años de austericidio, ya que no se han creado plazas para investigadores jóvenes, y los que ya tienen las plazas no las desocupan, por las razones mencionadas. Por ejemplo, en el Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares (donde alguna vez fui lozano investigador), la edad promedio de los trabajadores es ya de alrededor de 62 años. En 2021 el director del CICESE (Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada) habló en una entrevista de un promedio de edad de sus investigadores cercano a los 60 años (y ya pasaron cuatro años). Un amigo en el INAOE me comentaba hace poco que según sus cálculos también ahí el promedio de edad de la planta académica debería estar llegando a los 60 años. En el CIMAT el promedio de edad ronda los 58 años, y así sucesivamente. En la UNAM el promedio de edad en el Instituto de Física era de 58 años en 2024 y ahora deben ser 59.

No es casual que sea ahora que estemos observando este fenómeno. En los años 70 y 80 se fundaron muchas nuevas universidades (como la UAM) y también centros públicos de investigación que captaron las oleadas de becarios que iban obteniendo sus doctorados en México o en el extranjero. Hubo entonces una gran expansión de la investigación científica. Sin embargo, desde hace 30 años, al menos, ha ido disminuyendo paulatinamente la creación de plazas académicas en las universidades y centros de investigación. Innumerables profesores de asignatura cubren todos los huecos, pero no tienen un empleo estable ni bien remunerado. Lo vivimos ahora con las plazas llamadas “cátedras patrimoniales” creadas por CONACYT hasta 2018 y que llegaron a ser ocupadas por 1500 jóvenes investigadores. En 2019, el CONACYT con H los desconoció y desde entonces los investigadores que aún quedan dentro del programa se enfrentan a la precariedad laboral. Fue aquel el último intento notable por absorber a la generación que en México “viene por detrás” y mi impresión ahora es que más y más becarios mexicanos en el extranjero ya no regresan al país.

Como profesor emérito puedo pisar los callos de otros colegas y plantear preguntas incómodas. ¿Decrece la productividad de los académicos a partir de una cierta edad hasta un nivel ya no aceptable? Al respecto hay muchas investigaciones contradictorias. Para la población en general se sabe que hay una curva de habilidad cognitiva, medida en base a una batería de problemas de comprensión de lenguaje, de lógica y de matemáticas, que muestran que la época pico se da de los 30 a los 40 años de edad. Hasta los 40 se aprende mucho, año con año, y ya en las décadas posteriores hay un leve descenso anual en los resultados obtenidos en esos exámenes.

Sin embargo, esos son los resultados para toda la población. Separando de la población a los más preparados (a los universitarios), resulta que hasta los 60 años de edad se sigue aprendiendo algo y aumentan los puntajes en los exámenes. El punto cero, de no aumento, son precisamente los 60 años de edad [1]. Es a partir de ahí que el diablo ya sabe más por viejo que por diablo. Lo que muestran estos datos es que mientras más se aplican las habilidades cognitivas en la vida diaria (en el trabajo), durante más tiempo se les conserva.

Es por eso que resulta difícil medir el cambio en la capacidad cognitiva de profesores e investigadores universitarios a medida que envejecen. Es bien sabido que la edad nos hace más lentos, en todos los respectos, y es más fácil olvidar cosas, pero la experiencia le da el “ojo clínico” a aquellos que supervisan a estudiantes e investigadores más jóvenes y les permite orientar con buenos consejos. Desde un punto de vista de derechos humanos y no discriminación tendería yo a decir que sí alguien quiere seguir activo en la academia, y aún puede caminar, pues que siga activo.

No obstante, tenemos una contradicción con lo que en Alemania se llama el “pacto generacional”, que se podría traducir en la obligación de los mayores de entregar un mundo mejor de como lo recibimos y de no estorbarle a los más jóvenes, literalmente. A cambio, los jóvenes se comprometen a pagar de sus impuestos las pensiones de los retirados. El sistema de pensiones europeos es un “pipeline”: los jóvenes pagan a través de la seguridad social las pensiones de los retirados, quienes ya en su época pagaron las pensiones de los bisabuelos. Los ahora jóvenes recibirán en el futuro pensiones financiadas con el trabajo de sus hijos y nietos.

El sistema norteamericano es el del ahorro privado. Los profesores depositan parte de su salario, mes con mes, en un fondo de retiro que es un paquete de acciones. La universidad contribuye con un cierto porcentaje. Al cabo de 30 o 40 años de servicio, el fondo de retiro le permite a la persona retirarse a vivir de su capital e intereses. Nadie habla del pacto generacional. Es un sistema más individualista que premia a los ahorradores y a los que más años han trabajado y castiga a todos aquellos sin empleo formal. De ahí la grave desigualdad en la sociedad norteamericana y todos los problemas con el sistema de salud, que es un sistema de castas.

En México, desgraciadamente, al sistema de retiro no contribuyen todos, como en Europa, dado que 50% de la población vive en la informalidad. Es así muy difícil instrumentar un "pipeline" efectivo. Por otro lado, el ahorro privado basado en los Afores tiende a imitar el sistema norteamericano, pero ha habido muchos abusos y problemas con su implementación en México.

Es así que en nuestro país continuaremos observando el envejecimiento progresivo de la planta académica mientras no se resuelva el problema crucial de las pensiones dignas. El problema es, sin embargo, de nivel nacional y afecta a toda la economía, aunque universidades como la UNAM y la UAM han tratado en los últimos años de idear esquemas de jubilación que sean atractivos para profesores que ya rebasan los 70 años de edad.

Es una ilusión hablar de que México va a ser potencia científica ya mañana, si no resuelve en paralelo el problema de las jubilaciones y trabaja seriamente hacia la implementación del pacto generacional.

Para mis colegas quizás agraviados por venir a hablar aquí de edades, solo les recuerdo que aún hay vida después de la jubilación. Ya lo decía Lincoln, lo que cuenta no son los años de vida, sino la vida que le metemos a esos años.

[1] Eric A. Hanushek, Lavinia Kinne, Frauke Witthöft, and Ludger Woessmann “Age and cognitive skills: Use it or lose it”, Science Advances, Vol. 11, No. 10.

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