En 1987, el biólogo molecular japonés Yoshizumi Ishino, de la Universidad de Osaka, describió por primera vez unas secuencias de ácido desoxirribonucleico (ADN) repetidas en el genoma de la bacteria Escherichia coli.
Años después, en 1993, el microbiólogo español Francisco Juan Martínez Mojica, de la Universidad de Alicante, identificó las mismas secuencias repetidas de ADN en la arquea Haloferax mediterranei y, para nombrarlas, concibió el término Clustered Regularly Interspaced Short Palindromic Repeats o Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas —mejor conocidas en el mundo de la ciencia por sus siglas en inglés: CRISPR—, pero también sugirió que podrían tratarse de una especie de sistema inmunitario adaptativo, lo cual se confirmó más adelante.
Dichas secuencias contienen fragmentos de ADN de virus que han infectado a bacterias y arqueas. Estos fragmentos de ADN son utilizados por las células procariotas para detectar y destruir el ADN de virus similares que intenten atacar de nuevo.
En 2007, el científico francés Rodolphe Barrangou explicó en un artículo cómo las secuencias CRISPR, junto a unas proteínas denominadas Cas, les proporcionaban a bacterias y arqueas una resistencia ante infecciones víricas secundarias.
Entretanto, las bioquímicas Emmanuelle Charpentier (francesa) y Jennifer Doudna (estadounidense) desarrollaron y adaptaron, a partir de la bacteria Streptococcus pyogenes, el sistema CRISPR/Cas9 como un método para editar el genoma y, de este modo, avanzar en la búsqueda de la cura de diversas enfermedades hereditarias, diagnosticar, de manera oportuna y barata, enfermedades virales (zica, chikungunya, etcétera), incluso en zonas poco accesibles, y generar ganado que produzca más leche o plantas resistentes a infecciones micóticas. Por este avance tan significativo en el campo de la edición genética, ambas investigadoras obtuvieron el Premio Nobel de Química en 2020.