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El Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) no sólo ha sido un patógeno biológico con el que la ciencia ha tenido que luchar para erradicarlo del cuerpo de las personas, es “un virus connotado” de estigmas sociales y éstos vinculados a la sexualidad humana que entrañan prejuicios culturales, mismos que han generado discriminación, odio y violación de derechos hacia quienes han vivido con VIH o sida a lo largo de cuatro décadas en nuestro país.
Fue el 27 de marzo de 1983 cuando la Secretaría de Salud informó que en nuestro país existía un caso de un paciente con el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), o lo que en un primer momento se denominó en Estados Unidos por los científicos como “Trastorno Inmunológico Relacionado con Gays”.
La resemantización de esa categoría médica (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida SIDA) se tradujo en los periódicos de la época como “peste rosa”, “cáncer gay”, “enfermedad de lilos”, y a quienes vivía ya con el virus se les nombraba “sidosos” “sidáticos” o “enfermos de sidral”, entre muchos otros apelativos, que eran “una suerte de muerte social”, como lo llegó a plantear el escritor Carlos Monsiváis.
Es decir, los medios recurrieron al moralismo social y connotaron la pandemia de inmediato a binarismos como sida=muerte, sida=gays u homosexuales o prostitutas, e hicieron una vinculación de quienes se “contagiaban” con las drogas, el sexo y el rock and roll.
Es preciso recordar que las dos décadas anteriores a la aparición de esta pandemia en Estados Unidos, el mundo occidental había experimentado movimientos sociales feministas que pugnaban por la libertad sexual, por el derecho a decidir de las mujeres, y el movimiento lésbico-homosexual estaba en pleno apogeo en la reivindicación de sus derechos en Norteamérica y Europa con un impacto en países en vías de desarrollo como México.
El conservadurismo en las élites políticas y religiosas usaron su veneno discursivo para culpar la lucha social por la libertad sexual, en donde estaban hippies, homosexuales y feministas, a quienes señalaban con el dedo flamígero por el “desenfreno sexual”, y construyeron narrativas culposas que reforzaron prejuicios en contra de las sexualidades disidentes.
Entre la ignorancia y la desinformación sobre la sexualidad, las primeras dos décadas de la existencia del sida en el mundo estuvieron cargadas de discriminación y estigmatización particularmente en contra de los homosexuales, que siempre han sido el grupo social más afectado por la pandemia, no por tener una sexualidad distinta a la heterosexual, sino por las prácticas de riesgo que ejercen los hombres gays cuando no tienen información sobre la prevención.
En aquella época la música también contribuyó al odio con “La cumbia del sida” (Sonora Dinamita, 1985) y “El gran barón” (Willie Colón, 1988), dos canciones que ambientaban los bailes con un dejo de prejuicios sobre la homosexualidad masculina. En el imaginario social de aquellos años deambulaban las imágenes de la nota roja en programas como 60 minutos, de Televisa, y titulares a ocho columnas donde se reforzaban miedos contra la “homosexualidad sidosa”.
A este gran problema del estigma social se sumó la complejidad del virus para ser neutralizado con medicamentos, y fue hasta mediados de los años 90 que aparecieron fármacos (AZT) que comenzaron a mitigar la enfermedad. Mientras tanto, vivir con sida para un gran porcentaje de pacientes fue sinónimo de muerte, si no física, sí social.
El gran distintivo de esta pandemia ha sido el esfuerzo comunitarios de un grupo históricamente discriminado y estigmatizado por exigir derechos, como el de la salud, la justicia y la no discriminación. Es así que el activismo gay de los años 80, que se metió de lleno a la lucha por sobrevivir ante la andanada criminal del conservadurismo, ejercitó la capacidad de hacer comunidad y luchar colectivamente para defender la vida y dignidad de quienes vivían con sida.
Esa gran solidaridad mundial se gestó a finales de los años 80 y evolucionó rápidamente para hacer conciencia de la premura para encontrar una vacuna contra el sida. Jonathan Mann, el primer dirigente del ONUSIDA, dijo alguna vez que el virus biológico tarde o temprano sería controlado por la ciencia, pero “el virus más potente a erradicar en el mundo es el del estigma y la discriminación”.
Ese reto que lanzó el funcionario de ONUSIDA a finales de los años 90 fue detonante para que gobiernos con visiones progresistas y líderes de opinión de todo el mundo sumaran esfuerzos para que la ciencia trabajara en descubrir la vacuna contra el Virus de Inmunodeficiencia Humana, un anhelo que hasta la fecha, después de cuatro décadas, no se logra.
Lo que sí ha sucedido es que los medicamentos antirretrovirales han evolucionado y hoy permiten que quienes viven con VIH no vean afectado su sistema inmunológico y desarrollen enfermedades que dañen su salud, al grado que pueden vivir indetectables y ejercer su sexualidad sin las posibilidades de transmitir el virus a sus parejas.
Muchos fueron los esfuerzos de los guardianes de la moral y las buenas costumbres por enjuiciar a las personas con VIH, criminalizarlas y darles una “muerte social” como castigo por su osadía de ejercer una sexualidad “disoluta”, no obstante, la lucha mundial contra el sida, los prejuicios y los estigmas ha sido altamente eficiente en su defensa de derechos y ha obligado de manera lúdica, con un cabildeo inteligente basado en la razón, que los gobiernos cumplan con la garantía a la salud de quienes viven con VIH.
La realidad es que esos esfuerzos monumentales han sido eficaces y han tenido logros, aunque también es preciso decir que a pesar de avanzar tanto cultural como políticamente, han habido retrocesos por malas decisiones políticas en varios países del mundo, y México no ha sido la excepción, particularmente en el sexenio actual que se ha lanzado una política de austeridad criminal, afectando la salud de quienes viven con VIH por desabasto de medicamentos y la suspensión del apoyo a las organizaciones civiles que lideraron (por más de 30 años) las estrategias de prevención, y en algunos casos, de atención, del VIH/sida en nuestro país.
De acuerdo con el informe de Sistema de Vigilancia Epidemiológica de VIH de la Secretaría de Salud (SSA), desde 1983 y hasta el primer semestre de 2022, en México se ha diagnosticado a 341.313 personas con VIH. De este total, 278 599 (81.6 %) son hombres y 62.714 (18.4 %), mujeres. Es importante decir que siempre ha existido un subregistro, y activistas plantean que de cada caso registrado, cuando menos hay dos personas más que viven con VIH y no lo saben o el sistema de salud no las registra correctamente.
Hoy el gran reto en la lucha contra el VIH/sida en México es que se retomen los logros que se tuvieron hasta antes de 2018 y se regrese a la prevención entre pares a cargo de organizaciones civiles, universidades e instituciones públicas; además, que se garantice el acceso universal a los antirretrovirales para quienes ya viven con VIH, y que se refuercen las campañas en contra del estigma y la discriminación, que sigue afectando a pacientes en hospitales, centros de trabajo y escuelas.
Es importante no olvidar la pandemia del Mpox que cobra fuerza, y al igual que el VIH, afecta particularmente a mujeres trans y hombres que tienen sexo con otros hombres, por lo que el gobierno debe hacer frente a esta emergencia de salud, al igual que ha sucedido con la del sida, que a 40 años de distancia, sigue lascerando la vida de las personas que viven con ese virus.
* Activista pro Derechos Humanos.
Periodista independiente.
@antoniomedina41