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La historia se repite. Las negociaciones del TLCAN se iniciaron en febrero de 1991, pero como el presidente George Bush y el primer ministro Brian Mulroney concluían sus mandatos a principios de 1993, se tuvieron que acelerar para que pudieran firmar el apresurado texto final en diciembre de 1992. De igual manera, en virtud de que en México se realizarían elecciones y Carlos Salinas dejaría la presidencia en 1994, durante la aprobación del tratado por el Congreso estadounidense a finales de 1993, se nos extrajeron concesiones de última hora para conseguir los votos necesarios para dicha aprobación. Conforme a esa experiencia que demuestra que las prisas son enemigas de lo óptimo, el pasado 2 de noviembre ilusamente sugerí ( www.eluniversal.com.mx/articulo/walter-astieburgos/nacion/nuestra-politica exterior-en-la-encrucijada ) que, dado el ríspido proceso electoral que vivíamos y el demencial circo político imperante en Washington, sería mejor posponer la renegociación del TLC hasta 2019 cuando se aplacaran las turbulencias. Obviamente ello solo sería posible en otro mundo donde prevalecieran la sensatez, la racionalidad y la objetividad sobre los intereses, oportunismo y conveniencias subjetivas de los actores políticos preponderantes.
Consecuentemente y como lo destaqué en mi artículo “exitosa conclusión inconclusa” del 8 de agosto ( www.eluniversal.com.mx/articulo/walter-astie-burgos/nacion/exitosa-conclusion-inconclusa-del-tlca.. ), la premura del presidente Trump para pregonar algún éxito y cumplir con los plazos legislativos, impidió alcanzar lo óptimo: se obtuvo lo mejor que se pudo bajo las difíciles y apresuradas circunstancias del momento. La renegociación no concluyó: se llegó a un entendimiento provisional porque así lo quiso Trump, quien para fines de política doméstica anunció, con bombo y platillo, una muy publicitada y mediática “conclusión.”
Si aplicamos el Derecho de los Tratados (muy atropellado por los rústicos procedimientos trumpianos), lo hecho equivale a la rúbrica del texto por parte de los negociadores, la cual debe ser convalidada mediante la firma ad referéndum de los mandatarios que posiblemente ocurrirá en noviembre. Luego vendrá la aprobación del texto por los respectivos parlamentos y, finalmente, la ratificación de los titulares del poder ejecutivo que ya lo pondrá en vigor. Por ende, la provisionalidad de lo acordado hace unos días seguirá siendo provisional por largo rato. Amén de correrse el riesgo de que el errático y disfuncional Trump llegue a cambiar de parecer, falta resolver la participación de Canadá; sí el tratado será bilateral o trilateral; sí el tambaleante Trump permanecerá en el poder (su desaprobación ya es del 60%); sí los congresos de EUA, Canadá y México aprobarán el tratado; sí en 2019 el nuevo gobierno mexicano y el nuevo legislativo estadounidense elegido en noviembre (posiblemente encabezado por demócratas) avalaran el texto o lo modificarán, etc.
El origen de esta gran confusión, provisionalidad e incertidumbre, ha sido el manejo político-electorero de un acuerdo comercial que debió de haber sido únicamente técnico. El tratado verdaderamente definitivo solo existirá cuando Trump deje la Casa Blanca, se elimine su politiquería y se conduzcan negociaciones con la intención de alcanzar lo óptimo para los intereses nacionales de los tres países, y no para satisfacer las conveniencias personales de un narcisista. Tal como lo revela el nuevo libro del prestigiado periodista Bob Woodward ( Fear: Trump in the White House ), él es el principal enemigo del tratado: sus propios colaboradores que lo consideran amoral, infantil, ignorante, idiota y peligroso, tuvieron que desaparecer documentos para evitar que los firmara y EUA abandonara el TLCAN.