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Si una patrulla nos detiene hoy, sería muy enredado explicar que lo que traemos en la cajuela del auto es para bien de la ciudad: un centenar de jeringas nuevas, solución salina, filtros y tapaderas de plástico. Son unos 100 kits para usar heroína. Estamos en las colonias de más tradición en Ciudad Juárez, pero también en la boca del lobo de la compra y venta de heroína.
Estacionamos frente a un picadero, un lugar de reunión para quienes se inyectan la droga. Venimos a entregar dos kits para los hermanos Martínez, dos ancianos que llevan entre 15 y 30 años consumiendo heroína. A esto se dedica el grupo Compañeros, una asociación civil que intenta reducir los daños causados por la heroína, al tiempo que brinda información y ayuda para quienes buscan rehabilitarse.
Ciudad Juárez se ha convertido en la número uno en relación con el consumo de heroína en todo el país, con una tasa de 22.3%,mientras que el promedio nacional es apenas de 3.4%, de acuerdo con el informe 2016 del Centro de Integración Juvenil de Chihuahua.
La casa de los Martínez, una tapia de ladrillo a unas cuadras del muro fronterizo que divide a Ciudad Juárez de Texas, es uno de los 6 mil picaderos de la ciudad, según cifras de la asociación civil Compañeros.
La figura del picadero se ha convertido en un modelo de supervivencia para los adictos: los Martínez, por ejemplo, cobran 10 pesos o una cura (una dosis de heroína) a cambio de dejar que los adictos se piquen aquí.
“Así sobreviven la mayoría de los adictos. Quienes tienen una casa propia, en vez de andar robando algo para la droga, rentan sus casas o terrenos y eso también ayuda a que no estén en la calle usando heroína”, explica Julián Rojas, coordinador del grupo Compañeros.
Para Óscar Martínez, el mayor de los hermanos, de 67 años y usuario por los últimos 30, lo que hace Compañeros le ha salvado la vida.
“Nos ayudan a que no nos infectemos, hasta ahorita no tengo nada de VIH ni hepatitis, siempre usamos jeringas limpias. Además, nos traen información para curarnos, pero la verdá es uno el que no quiere, tenemos tantos años usándola, que ya pa’ qué [sic]”, dice Martínez mientras se prepara una cura.
Lo que preocupa a los dos hermanos es la tendencia de los menores de edad a usar heroína: “A nosotros los viejos qué, ya estamos prendidos y así nos vamos a morir, pero los chavos, ahí es donde hay que poner atención, son cada vez más morros, de 15, 14 años andan ahí torciéndose porque no saben ni cómo picarse, o se engolosinan y se meten de más”, cuenta.
Es justo esta situación la que Compañeros busca evitar. Su programa consiste en tres fases: reducción de daños, seguridad y un programa holístico. Hoy atienden a más de 6 mil usuarios en la ciudad, que representan 50% de toda la población de adictos a la heroína en Ciudad Juárez, según cifras oficiales.
“Lo que buscamos es evitar sobredosis, evitar el contagio y ofrecerles información para que sepan que cuando ellos quieran pueden dejar la heroína”, explica Julián.
El primer paso de la metodología, el de reducción de daños, se enfoca en entregar los kits para evitar la propagación del VIH y otras enfermedades; el segundo, el de seguridad, en enseñar a los usuarios a conocer su tolerancia para evitar sobredosis, y en tejer redes de apoyo que los ayuden en momentos críticos, y el tercero, el programa holístico, en dar herramientas sicológicas para dignificar sus vidas y que sepan que nunca es tarde para recuperarse.
Entrada al infierno
El programa de apoyo fue puesto a prueba. Durante el recorrido llegamos a un punto de venta, donde un joven drogado con agua celeste recibe a los adictos bajo un gigantesco árbol en una pequeña casa en el oeste de la ciudad, otra colonia controlada por el Cártel de Juárez.
Aquí hay tres adictos, uno de ellos funge como doctor: una figura de apoyo creada por los propios adictos, es decir, alguien que tiene las soluciones salinas, conoce de técnicas de primeros auxilios y administra la heroína a quienes están lastimados o con abscesos.
El primero en pincharse es El Tío, un anciano de 72 años. Su estado físico no le hace fácil encontrar sus venas, las manos le tiemblan, su flexibilidad es casi nula. El doctor prepara las dosis en una de las tapaderas suministradas por Julián. Pide el brazo a El Tío, le inyecta la vena en el dorso de la mano. El Tío se echa hacia atrás, exhala fuerte, cierra los ojos. Luego sigue él, toma un espejo roto, lo coloca sobre un árbol y se quita la camiseta. Encuentra un punto en la espalda cercano al hombro e introduce la aguja despacio, el líquido entra lento; al despegar la jeringa, de su piel brota un puntillo brillante de sangre. Cuando el tercer adicto está por pincharse, algo pasa con El Tío.
—¡Está tieso, güey, anda colgando los tenis, ira! —grita señalando a El Tío y viendo al doctor.
El doctor lanza un furioso “¡Chingado!” y toma la solución salina, llena una jeringa hasta la mitad, cachetea a El Tío, una, dos, tres veces, fuerte, lo sacude, le dobla y le estira las piernas y nada, El Tío ha perdido color; le agarra un brazo y le inyecta la solución… nada, comienza la rutina de las cachetadas desde el inicio… nada. Le pide al otro adicto que prepare una cura, “¡en chinga!”, demanda. Luego de tres repeticiones de cachetadas, sacudidas, heroína y solución salina, El Tío abre los ojos, en blanco, suelta un hilo grueso de baba, respira hondo.
—¡Ándele, güey, sígale con sus chingaderas! —reclama el doctor.
La calma regresa. El Tío pide agua para echarse en el rostro, el doctor se lamenta no haber disfrutado su cura, alguien toca a la puerta y un hombre sale de la casa bajo el árbol para entregar una bolsa con heroína negra, recibe 60 pesos a cambio. Julián dice que es hora de irnos.
El retorno: dignificar la vida
El sudor llena el rostro de Julián, sus mejillas blancas están encendidas, pero su voz sigue en paz. Dice que lo que vivió El Tío no le asusta, él ha estado ahí. Antes de ser coordinador en Compañeros, Julián era adicto en situación de calle. “Duré más de 20 años usando heroína, tuve abscesos, sobredosis y viví una vida como la que viven muchos aquí en Ciudad Juárez, algo de lo que no estoy orgulloso, pero tampoco lo niego, yo fui adicto como todos ellos”, cuenta.
En 2005, aún como adicto, Julián decidió acercarse a Compañeros, a ese grupo de hombres y mujeres que le suministraban jeringas limpias e información para dejar la droga.
“Lo primero y lo más importante es dignificar la vida, uno cree que no hay solución, que uno ya es así y nunca va a dejar esa vida, pero no es cierto”, dice frunciendo el ceño.
Compañeros se fundó en una década que marcaría la realidad de Ciudad Juárez hasta hoy: en 1980 los capos colombianos y mexicanos voltearon hacia la frontera para descubrir un territorio fértil para el trasiego de drogas a Estados Unidos. Fue en esa época que esta ciudad comenzó a tener índices elevados de drogadicción. Luego, en 1986, según datos de la misma asociación, Juárez vio los primeros efectos del VIH. Esos dos factores fueron las bases del grupo, que este verano cumplió 30 años.
Julián celebró su segunda década sobrio. Dice que es lo mejor que le pudo haber pasado, dejar las filas de clientela del narco para pasar a las de Compañeros. Esa es una de las principales tareas de la asociación: uno de cada tres integrantes de Compañeros es ex adicto a la heroína.
Bolsita de dulces
De no ser por esta bolsita de dulces, el proceso de preparación de una cura se vería algo así: un adicto toma una jeringa usada del montículo de tierra donde se dispone a inyectarse. Luego levanta una lata vacía, la aplasta de un pisotón y la voltea. Con la misma jeringa toma agua de un charco que dejó la lluvia de hace unos días y la vacía sobre la parte inferior de la lata. Ahí mismo pone la pequeña bola café, la heroína, y la muele con la misma jeringa para luego succionar el líquido marrón e inyectarlo en sus venas.
Las jeringas nuevas evitan la propagación de enfermedades como el VIH o hepatitis, las tapaderas de plástico reemplazan las latas vacías, el agua destilada y el filtro de algodón evitan que más impurezas lleguen a la vía sanguínea.
Luego de la casa bajo el árbol, Agustín nos lleva en este recorrido a otro territorio, a la colonia Luis Echeverría, controlada por Los Mexicles, quienes sirven al Cártel de Sinaloa.
Ahí encontramos a un par de hermanas, dos mujeres oblongas, con la piel cuarteada y las cicatrices de los pinchazos visibles. Ambas han sido adictas por más de 25 años y hoy uno de sus hijos es igual adicto a la heroína. En cuanto Agustín saca la bolsita de dulces, como llaman sarcásticamente al kit de Compañeros, se acercan otros dos hombres, quienes al ver a dos extraños —mi compañero fotógrafo y yo— se mantienen alejados.
—¡Eh, vengan por su bolsita, aprovechen! —grita una de las mujeres. Los dos hombres se acercan y en el camino se cruzan con otro adicto, quien también busca la bolsita de dulces.
“A los adictos les sirve mucho, por eso se acercan y la cuidan mucho porque saben que así no se infectan”, explica Agustín. Cuando se inyectan heroína y se pierden en sus efectos, intentan no soltar la bolsa de plástico con su kit, la aprietan bajo el brazo o la amarran a su pantalón.
Los cinco adictos que han llegado hoy por sus kits intercambian sus viejas jeringas, así es como se hacen acreedores a su bolsita de dulces: jeringa por jeringa. Hoy salimos de Compañeros con una centena de jeringas nuevas y regresamos con una cantidad similar de material usado. Este recorrido lo hace el grupo tres veces por semana, en una decena de colonias. Cada día reparte no menos de 50 kits.
Zona de paz
Las oficinas de Compañeros operan desde la zona centro de la ciudad, un punto rojo para las autoridades por los niveles de crimen. Sin embargo, sus brazos alcanzan la periferia.
Los integrantes del Cártel de Sinaloa, desde su zona guardan el mismo respeto que el Cártel de Juárez desde las suyas.
“Ellos nos tienen cierto respeto como neutrales, saben que nosotros no andamos preguntando ni platicamos nada. Si escuchamos algo, hacemos como si nunca hubiéramos estado ahí, así nos hemos ganado su respeto”, explica Agustín López, integrante de Compañeros.
Los miembros de esta asociación se encuentran a diario de frente con los líderes de los grupos armados, tanto de un lado como de otro; han estado en medio del fuego, los cabecillas conocen sus nombres, los reconocen en las calles.
“Con nadie hemos tenido problemas hasta ahora. Durante la violencia más dura en Ciudad Juárez, lo único que hicimos fue reforzar nuestro protocolo de seguridad y sí dejamos de ir a ciertos puntos, como los lugares de venta o algunos picaderos donde sabíamos que podían ser atacados o que incluso ya se habían registrado enfrentamientos”, dice Agustín.
Sin embargo, llevan haciendo esto mucho antes de que conociéramos la guerra antinarco, antes incluso de la existencia de algunos de los grupos criminales que hoy operan en la ciudad.
Los jefes de las células criminales saben que están perdiendo adictos, clientes, frente al grupo Compañeros. Saben que un adicto menos es dinero perdido.
“Nosotros somos una zona de paz, con los pocos recursos que tenemos intentamos ayudar, por eso nos respetan”, dice Agustín, mientras regresamos a las oficinas de Compañeros.
En pocas horas entramos y salimos de este infierno en la frontera, de las zonas más calientes, de la boca del lobo...
Las calles parecen las mismas, pero Julián y Agustín saben lo que hay bajo ellas: heroína y dinero. Mucho de ambos.