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Martín Vidal tenía 33 años cuando se enfrentó a la muerte. Era trabajador del estadio de beisbol del Seguro Social y en septiembre de 1985 pasó de darle mantenimiento al campo a recibir los cadáveres de las víctimas del terremoto. Su apacible oficina se convirtió, en pocas horas, en un anfiteatro improvisado.
“Lo que más se me quedó fue la impresión de ver tanto cadáver… tanto muerto, de veras, haz de cuenta una guerra”, dice Martín, ahora de 63 años, mientras hace una mueca de dolor y recuerda las filas de cadáveres que abarrotaron el estadio durante los primeros días de la tragedia.
Desde el mismo jueves 19 de septiembre, a las 11 de la mañana, los empleados del estadio que llegaron a trabajar se dispusieron al acomodo de los cadáveres. Martín fue el encargado de realizar el registro: sexo, edad aproximada, rasgo distintivo y procedencia; todos datos indispensables para ayudar a que sus familiares los encontraran.
“Los acomodábamos pegaditos y los tapábamos con una sábana, y la gente recorría los pasillos. Sólo quedaba la cara descubierta, pero muchos iban desfigurados y otros sin brazos, ya rotos totalmente”, describe Vidal sobre el procedimiento para reconocer los cuerpos, el cual se extendió más o menos una semana después del 19 de septiembre.
Mientras adentro los muertos se apilaban y los médicos luchaban contra la descomposición natural inyectándoles formol, afuera la fila de personas buscando a sus seres queridos serpenteaba alrededor del estadio: todo avenida Cuauhtémoc y Viaducto hasta Xochicalco, en la colonia Narvarte.
“Miles, llegaron miles. ¿Se imagina un campo como éste o más grande lleno de gente muerta?”, dice Martín, mientras señala su nuevo lugar de trabajo: el estadio de los Diablos Rojos, que tiene capacidad para 4 mil 300 espectadores.
Este hombre moreno, de complexión delgada y enjuta, dice seguro de sí mismo: “Ahora los cadáveres no me dan miedo, y tampoco los temblores”. Está curado de espanto.