La ventaja comparativa de la democracia frente a otros sistemas de gobierno consiste en dos mecanismos que la autorregulan: la independencia del poder judicial y la pérdida del monopolio de la verdad. Si dadas sus características, el riesgo de la democracia estriba en la posibilidad de que los peores conformen una mayoría y lleguen al poder, la válvula que puede atenuar el riesgo se basa en la existencia de minorías con libertad para cuestionar la versión oficial del régimen, así como de un poder judicial con capacidad para sancionar sus abusos.

Estos dos principios, aunados a la igualdad de todos los individuos frente a la ley, le confieren garantías a un régimen democrático. Así, más allá de sus innegables defectos, existen derechos definidos, leyes predecibles y funciones limitadas.

Es cierto que estos principios rara vez funcionan con la perfección descrita. Los gobiernos han echado mano de las lagunas legales, de las facultades metaconstitucionales para incurrir en todo tipo de abusos. No obstante, mientras la hostilidad contra la disidencia formaba parte del ADN de las dictaduras de Rafael Videla y Fidel Castro, por citar dos ejemplos, el abuso del poder por parte de Cristina Fernández o Pedro Pablo Kuczynski configura una conducta sancionable, que en el caso de Kuczynski implicó su renuncia.

Anteriormente en América Latina la violación de estos candados democráticos estaba normalizada dentro del sistema, ya fuese porque los grupos facultados para limitar el poder político hallaban ciertos beneficios en la omisión de sus funciones, o porque la misma sociedad aceptaba determinado nivel de corrupción a condición de que una parte significativa de los recursos se empleara para servicios públicos. Generalmente era la combinación de ambos factores.

Lo cierto es que en los últimos años la tolerancia a los abusos del poder comenzó a erradicarse. Con independencia de los razonamientos que puedan emplearse para explicar el fenómeno, éste habla de un saludable fortalecimiento democrático.

Diversos han sido los casos donde la justicia actuó con determinación, alejada de criterios utilitaristas. Por ejemplo, las justificaciones esgrimidas por Alberto Fujimori en su favor fueron en vano; nada importó que apelara a sus acciones para estabilizar la economía peruana, ni su combate efectivo contra el terrorismo de Sendero Luminoso. El ex presidente fue condenado por crímenes contra la humanidad, y purgó una condena.

Tampoco ningún argumento se ha esgrimido desde la opinión pública para abogar por los expresidentes Otto Pérez Molina y Ollanta Humala. Ni siquiera nos interesa conocer los aciertos de sus administraciones. El primero se encuentra en prisión, acusado de asociación ilícita, y el segundo está sujeto a prisión preventiva, mientras se le sigue un proceso por lavado de activos en detrimento del Estado.

Por desgracia, a lo que tradicionalmente fue la absolución que se concedía el poder a sí mismo, se ha sumado un azote igual de pernicioso: la democratización de la justicia, el criterio de justicia basado en la popularidad del delincuente. Antes era sólo la colusión de las instituciones la que otorgaba impunidad; ahora, es la aclamación del pueblo.

Un caso representativo de esta desviación es el de Luiz Inácio da Silva. “El único delito de Lula Da Silva es gobernar con dignidad”, publicó en Twitter la diputada española Irene Montero, miembro del partido izquierdista Podemos. Una afirmación que adopta el mismo sentido falaz subyacente a la defensa de los gobiernos de Nicolás Maduro, Dilma Rousseff o Cristina Fernández. De este modo, cuando se trata de gobiernos progresistas, se demeritan las acusaciones, las evidencias, los hechos verificables o los testigos, y se pone mayor énfasis en quién emprende el proceso. Generalmente, quien acusa es tildado de imperialista, fascista o neoliberal.

Según la creencia que sostienen sus simpatizantes, a los gobiernos de izquierda sólo se les puede juzgar por su cercanía con el pueblo. Nada más. O como ha señalado el economista español Alberto Garzón: “un delincuente no puede ser de izquierdas”.

Ello reviste una terrible y peligrosa incongruencia, pues en otros casos hemos aplaudido los juicios que enfrentaron algunos mandatarios vinculados con actos de corrupción; por ejemplo, se recibió con beneplácito la noticia sobre la detención de Otto Pérez Molina, y se afirmó en redes sociales que, a diferencia de México, en Guatemala sí existía independencia del Poder Judicial.

Estos acontecimientos implicaron un avance en la consolidación democrática; las minorías ejercieron su papel de críticos del gobierno, el Poder Judicial actuó con independencia, y la ley se aplicó de forma predecible al tratar a los personajes imputados como a cualquier ciudadano. En suma, la justicia fue ciega al momento de aplicar las leyes, y no volteó a mirar los niveles de popularidad en las encuestas para, en función de ello, determinar la culpabilidad o inocencia del imputado.

Pero la coherencia del orden democrático queda subvertida por quienes, guiados por razones ideológicas, reivindican un nuevo criterio de justicia selectiva: la justicia dictada por el pueblo, por las movilizaciones masivas, por el respaldo popular hacia el imputado; en suma: la justicia a mano alzada.

¿Por qué la vocación justiciera que, con toda razón, se expresa indignada por la impunidad con que actuó el gobierno de Peña Nieto en el caso Odebrecht, se transforma en indignación por el hecho de que se juzgue al expresidente brasileño por delitos de la misma naturaleza, en este caso vinculado con la empresa OAS? ¿Acaso únicamente el neoliberalismo debe pagar por actos de corrupción, mientras que la izquierda tiene permiso?

No niego que la suspicacia del ciudadano, en algunos casos, es fundada. En México, sólo a veces se procede con justicia; en otras, las instituciones sirven para exonerar al Presidente, para entorpecer las investigaciones contra su amigo, para perseguir a sus adversarios. Quien quiera negar esto es tan insensato como el que sale a marchar en favor de Cristina Fernández o Lula da Silva.

Sin embargo, precisamente porque nuestra condición como ciudadanos limita en gran medida nuestro acceso a toda la información necesaria, lo peor que podemos hacer es actuar guiados por prejuicios; que el de izquierda es bueno y el de derecha es malo.

En un sistema democrático, nuestro papel no debe ser el de comparsa de ningún gobierno. Sólo lograremos combatir efectivamente la corrupción en la medida en que mantengamos el sentido crítico, sin sesgos hacia ningún personaje o ideología.

Es una tarea ardua, pero de ello depende la consolidación de una sociedad democrática, en donde la justicia se aplique en función de los actos, no de los hombres.

OFFSIDE:

Si piensa usted que en Brasil la causa contra Lula tiene tintes políticos, es bueno que sepa que también se investiga a Michel Temer, acusado por unos decretos que favorecieron a una empresa de puertos. Ya el Banco Central abrió sus cuentas para llevar a cabo una investigación. ¿Sabe quién es Michel Temer? Si no, búsquelo en Google.

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