El pasado mes de junio, en un episodio como tantos que acontecen en las zonas violentas de la Ciudad de México, dos asaltantes se aproximaron a un hombre de 58 años para despojarlo de sus propiedades. Acaso convencidos de que la edad avanzada de la víctima, así como su superioridad numérica, les conferían una ventaja para perpetrar el agravio, los malos muchachos emprendieron una empresa ante la cual resultaron trágicamente impotentes.

El hombre resultó ser un militar en retiro , un diestro en el manejo de las armas, quien no sólo logró retener cartera, celular y una bolsa con efectivo, sino que además infligió heridas mortales con un arma de fuego a los insolentes jóvenes.

El consenso general en redes sociales –por lo menos el que pude percibir- giró en torno no sólo a la justicia del acto , sino a su pertinencia como mecanismo para enviar un mensaje de cero tolerancia a la delincuencia.

Este hecho, en el cual la víctima del ataque alegó legítima defensa, puede ser un buen punto de partida para analizar si realmente existe algo como el “derecho a la vida”, o si el bien tutelado es otro de mayor relieve.

La Constitución de México señala en su artículo primero que “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. El artículo tercero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice casi exactamente lo mismo, añadiendo sólo el adjetivo “digna” al sustantivo “vida”. A pesar de ello, ninguna de estas consideraciones parece tener importancia cuando se trata de preservar la propia existencia frente a una amenaza real o, incluso, de garantizar cierto grado de autorrealización frente a una amenaza potencial.

El razonamiento más brillante que conozco respecto del estatus de los Derechos Humanos corresponde a Murray Rothbard, quien en su obra La ética de la libertad argumenta por qué los Derechos Humanos son, en última instancia, derechos de propiedad.

Podemos sintetizar su propuesta señalando que cada individuo ejerce la posesión de su propio cuerpo, por ello los bienes producidos a través de su trabajo, es decir, la combinación de su esfuerzo con la naturaleza que lo rodea, se convierten en una extensión de la propiedad ejercida sobre sí mismo. En tal caso, le asiste el derecho de defender su integridad física ante cualquier agresión, así como el derecho de retener, si es necesario mediante la fuerza, cualquier propiedad de la cual se le quiera despojar.

No abordaré aquí la cuestión de si el enfoque de los derechos naturales del cual parte Rothbard es vigente o no. Me interesa establecer la coherencia de la afirmación “todos los derechos humanos son derechos de propiedad” .

Partamos de un ejemplo: el derecho de libertad de expresión siempre encontrará límites establecidos por el propietario del espacio que desee ocuparse. Así, más allá de que el recinto legislativo lleve el mote de “edificio público”, si quiero dirigir un discurso durante la toma de posesión del próximo Presidente, serán las autoridades políticas quienes definan si me permiten hacer uso de la voz, o si me lo permiten a mí y no a otras personas que tengan las mismas pretensiones.

¿Qué diferencia habría si mi pretensión fuese ejercer el derecho de libertad de expresión en la residencia de Carlos Slim? Ninguna. Podría hacerlo, siempre que el propietario lo autorizara. En suma, la libertad de expresión no es un derecho ; el derecho es la propiedad, y son los propietarios, públicos o privados, quienes deciden de qué forma se le da uso.

Sucede algo equivalente con el “derecho a la vida”. Lo que realmente se encuentra protegido por las leyes es el derecho de propiedad que tengo sobre mi cuerpo . No obstante, si en un momento me lanzo con un arma blanca contra una persona para causarle daño, a ésta le asiste el derecho de repeler la agresión haciendo uso, digamos, de un arma de fuego. Es decir, la preservación de la propiedad que tenía sobre mí se perdió en el momento que violenté la propiedad de otro.

Sobre esta base puede analizarse la causa de quienes defienden el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, especialmente ahora que la aprobación del aborto legal y gratuito en Argentina agitó las aguas, para bien y para mal.

La teoría libertaria justifica el aborto debido a que el embrión –incluso el feto, pues esta teoría no contempla períodos de tiempo- se encuentra invadiendo el cuerpo de la mujer , se alimenta a través de ella y le impone modificaciones fisiológicas indeseables. Es, en pocas palabras, un agente invasor, y nadie más que la embarazada tiene derecho a decidir si lo preserva o no dentro de su cuerpo.

Sin embargo, los defensores del aborto legal incurren en fallas de criterio al exigir también que éste sea gratuito. Ello representa un problema porque, en principio, nada es gratuito. Existe un séquito de contribuyentes cautivos que destinan parte de su propiedad a solventar los gastos del Estado. Estos propietarios que financian el sistema de salud público también tienen derecho de exigir que su propiedad no sea empleada para fines con los cuales no comulgan.

Los proabortistas erran al combinar dos principios antagónicos: el derecho de propiedad, que es legítimo, con la postura utilitarista que señala la obligación del Estado de atender problemas de salud pública.

En el momento en que un proabortista apela al tema de salud pública, abre la puerta a todo un abanico de criterios utilitaristas . En primer lugar, el aborto no figura como un problema de salud pública prioritario en México, por lo que existen miles de pacientes que deberían recibir primero los beneficios de nuestro raquítico sistema de salud. En segundo lugar, habrá quienes consideren que la prioridad es conservar la nueva vida , por lo que los recursos deben dirigirse a sancionar a las mujeres que abortan.

Una vez instalados en el campo del utilitarismo, suenan mil criterios de todos lados, y ninguno puede invocar que el suyo es más legítimo que el de los demás. Por ello la vía adecuada es el respeto del único derecho humano realmente exigible: el derecho de propiedad.

Si fuese posible unificar criterios respecto de cuál es el derecho que está en juego, quien ataca a un transeúnte entendería que está perdiendo el derecho a conservar su propia vida; la mujer que decide abortar tendría claro que nadie está facultado –el Estado menos que nadie- para impedirle que lo haga, pero tampoco nadie está obligado a destinar parte de sus recursos para que ella pueda hacerlo, sea directamente o a través de la confiscación del Estado vía impuestos.

Es algo que parece obvio, ¿no es verdad? Y, sin embargo, no son pocos los que deben sentir escozor, por las más contradictorias razones; algunos al pensar que es falso que la mujer pueda tomar decisiones sobre la vida que lleva dentro, otros al defender que la mujer tiene derecho a un aborto seguro financiado por el Estado.

Se atribuye a Chesterton esta frase: “Llegará el día en que será preciso desenvainar una espada para afirmar que el pasto es verde”. Pero mientras ese día no llegue, sigamos apelando a la razón y a las palabras para afirmar que el único camino para una sociedad libre es el respeto a la propiedad de los demás.

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