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justiciaysociedad@eluniversal.com.mx
El llamativo huipil rojo con franjas blancas, los aretes que casi le tocan el hombro y una larga, fuerte y oscura trenza caracterizan a Altagracia Martínez, indígena triqui recién egresada de la maestría en Derechos Humanos y Educación para la Paz en Costa Rica.
La comunidad triqui encuentra su origen en el norte de Oaxaca y es el lugar donde Altagracia ha permanecido la mayor parte de su vida; de donde partió para abrir su camino, crecer y desde sus ideales contribuir en algo al pueblo que la vio nacer.
La joven de 28 años reconoce los estigmas de los cuales es objeto su comunidad. “Soy triqui y no necesariamente soy asesina”. Es cierto que se ha presentado violencia, admite, e incluso en determinado momento fue desplazada con su familia por los conflictos en la región. Sin embargo, esta situación no la ha hecho desapegarse y olvidar sus tradiciones. Porta la vestimenta y continúa con los bailes y las pequeñas tradiciones que la llenan de orgullo.
Por el contrario, ha despertado su entusiasmo por echar abajo la discriminación hacia los indígenas, quienes son vistos como extraños. “No hacemos nada para que el otro deje de ser el otro y pueda ser igual a nosotros”, dice.
“Nos han dicho que tenemos que vivir en paz, pero nunca se nos ha dicho cómo entablar relaciones, el diálogo”, para lograr tener paz, reflexiona la también licenciada en Ciencias Políticas.
Cada acción que ha realizado para lograr hacer un pequeño pero significativo paso ha sido difícil. Se vio obligada a desafiar a la misma comunidad y, aunque respaldada por su familia [padre, madre, siete hermanos y una hermana], se enfrentó a los señalamientos sociales de la estructura triqui.
La organización familiar dicta que las mujeres deben estar en casa después de contraer matrimonio al terminar la secundaria, que es el máximo de estudios para las jóvenes de la comunidad.
Altagracia salió de su comunidad para encontrar sus verdaderos intereses. “Sabía que si me quedaba de ahí no iba a salir”. Recuerda: “antes de terminar la secundaria me pidieron [para casarse], pero mis papás no aceptaron”, y la gente hace comentarios. Una mujer que se acerca a los 30 años “debería estar formando una familia”, explica a EL UNIVERSAL.
No ha dejado pasar oportunidades. “La vida va abriendo espacios de acuerdo con tu desempeño como profesional, mujer indígena”. En un trabajo constante pasó por la Comisión Nacional para Pueblos Indígenas, la Dirección de Fortalecimiento de Capacidades de los Indígenas; a través del Programa de Becas de Posgrado para Indígenas obtuvo el grado de maestra y de ahí a formar parte del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, donde el Conacyt la apoyó para ir a Costa Rica.