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Desde temprana hora, el hombre de 68 años de edad fue a su corral. En el camino se encontró a su trabajador Erick (nombre ficticio). Fue un día de abril de 2015. En total, 24 horas de cautiverio le marcaron para siempre la vida a Ernesto (a quien se le modifica el nombre) al presenciar la muerte de su ayudante.
“Sube, te voy a dar un ride”, dijo al peón.
Al llegar al corral, por el retrovisor vio a dos sujetos y presintió que algo estaba mal.
“¿Los conoces?”, preguntó Ernesto.
“No”, contestó Erick, su empleado.
Se apresuró para abrir el candado, pero fue muy tarde. Los encañonaron a la cabeza. “No griten o los matamos”, amagaron.
Un tercer personaje se sumó al secuestro. “Uno de ellos se me avienta, me quita el celular de la bolsa de la camisa. Nos llevaron a una barranca, a unos 200 metros adentro. A mi trabajador lo llevaban por delante. Nos iban cuidando, pero uno trastabilló y mi peón le quiso arrebatar la pistola”, explica Ernesto.
En el lugar de la entrevista rompe en llanto. No puede olvidar la imagen de su trabajador al caer. “Le tiran tres balazos. Vi cómo le dio en la cabeza y le brotó la sangre. Lo vi morir”.
Uno de los secuestradores gritó: “Vi tus intenciones que te me querías aventar”.
“Cómo, si ustedes traen pistola”, replicó Ernesto a su victimario.
“Nosotros somos los que matamos”.
“Me estuvieron golpeando porque no les quería dar el celular, pero me lo había quitado el otro. Les di el número de la casa”.
A las 9:30 horas, Olivia (nombre ficticio) recibió una llamada de su esposo. No alcanzó a contestar e intentó regresar la llamada, pero no tenía crédito. Marcó del número local y contestó una voz.
“¡Qué tal doña!, ¿cómo está? ¿Cómo ve?, le di un levantón a su marido”, dice agresivo.
“¿Qué me dijiste?”, contestó Olivia.
“Que acabo de levantar a su marido”.
“Soy muy torpe, no sé qué es eso. No conozco qué son los levantones”, respondió ella.
“Lo tenemos secuestrado...”.
“Quiero hablar con él”, pidió la esposa.
“No, queremos antes del mediodía 500 mil pesos o le va a ir muy mal. No queremos que denuncie, o ti y a toda tu familia se los va a cargar la chingada”, le advirtieron.
Olivia no sabía qué hacer, primero llamó a su hijo que está en Monterrey. Se sentía culpable de lo sucedido con su esposo. “Les quedé mal hijo, me secuestraron a tu padre”.
“¡Hijos de la chingada! Yo pudiendo rescatar a tantos secuestrados y no poder rescatar a mi padre”, expresó el hijo desesperado.
De los 500 mil se bajaron a 250 mil pesos. Un vidente comentó a las ahijadas de Ernesto que su padrino seguía vivo, en el cerro, con una persona que le apuntaba en la cabeza.
“Fueron las 24 horas más espantosas, tengo miedo, me enfermé de diabetes. Es el peor calvario de mi vida. Pero lo rescaté junto con las autoridades que nunca me abandonaron”.
La negociación de se dio. Ernesto estaba a punto de ser liberado.
“Ya te vamos a soltar, te vamos a dejar amarrado y tapado de la cara”, le dijeron.
“Cómo me van a tapar si soy hipertenso, si no muero en el secuestro muero asfixiado”, expresó Ernesto.
“Te vamos a dejar amarrado, no apretado para que te puedas soltar. Cuentas hasta 200, despacito y te regresas por donde te trajimos”.
Como a las 16:30 paró un taxi y lo llevó a la entrada de su colonia: “Caminé, llegué a casa, toqué el timbre y ahí estaba toda mi familia, les conté que habían matado a mi peón. Fueron a la barranca para sacar el cuerpo”.