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El balazo fue en la boca y le destruyó el paladar, los dientes y los labios. No sentía dolor, sólo pánico; alcanzó a cruzar la calle arrastrándose como pudo, gateando mientras las ráfagas destruían el cemento.

Fue la madrugada del 27 de septiembre de 2014; a un lado suyo vio caer a un compañero, baleado. Édgar Andrés Vargas tenía 19 años, cursaba el segundo grado en la licenciatura en Educación Primaria de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos.

Es uno de los sobrevivientes de Ayotzinapa, de la llamada “Noche de Iguala”, y hoy recuerda en conversación con EL UNIVERSAL: “Esa calle, ese trayecto fue una eternidad, porque sentía que las balas pasaban y pegaban en el suelo levantando todo el concreto.

“Cuando llegué al otro lado de la calle intenté esconderme atrás de un autobús, me puse de pie y me di cuenta que me habían herido; me preguntaba de dónde salía tanta sangre. Me toqué. En ese momento se me bloqueó la mente, recuerdo que miré hacia atrás y vi la silueta de un chavo que estaba ahí.

“En ese instante no lo sabía, pero fue uno de los que murieron. Pensaba que se trataba de un sueño. Después empecé a caminar, pensé en mi madre, y recuerdo que aún oía disparos.

“Mas adelante encontré a un grupo de chavos; ellos querían cargarme, pero la cabeza se me iba hacia atrás y la sangre me ahogaba, me asfixiaba. No podía hablar, íbamos en dirección a una clínica, sentía calor, frío...”.

Édgar continuó caminando, en el trayecto una señora les indicó que entraran a su casa. No aceptaron. Necesitaba una clínica que encontraron, pero la enfermera les dijo que el médico no estaba; los dejó entrar y ahí se refugiaron. Subieron hasta el último piso del lugar.

“Recuerdo que había un pasillo largo con una mesa. Me recargué y alrededor mío se estaba formando un lago de sangre, mi sangre; comencé a sentir sueño. Después, escuchamos la voz de los militares gritando que nos bajáramos; uno de mis compañeros dijo que yo no podía bajar, que estaba herido. No importó, nos bajaron a todos a gritos. Comenzaron a decir que nosotros teníamos la culpa, decían palabras obscenas, nos trataron como criminales, y en vez de que sintiera alivio de que los militares pudieran ayudarnos, su comportamiento me intimidó”.

“Un maestro que estaba entre nosotros les pidió una ambulancia, a cambio los militares instruyeron que todos debíamos dejar nuestros celulares en una mesa y dar nuestros nombres. La ambulancia nunca llegó. Los soldados se fueron. Un maestro de la CETEG salió a la calle a buscar un taxi. Tuvo que mentir para que aceptaran llevarme. Dijo que yo había tenido una pelea en un bar, que me habían golpeado con una botella. Yo sentía el calor de la sangre que brotaba de mi rostro”.

Recuerda que en el trayecto el taxista le dio una toalla blanca para no ensuciar el auto. Una toalla blanca que se pintó inmediatamente de rojo. Pidió a uno de los compañeros que le hablara a su padre —se lo dijo por mensaje de texto—. Don Nicolás y la señora Marbella, padres de Édgar, se enterarían en ese momento de lo ocurrido con su hijo. Lo único que el padre le pidió fue que no se durmiera, sino hasta que llegara al hospital.

Así fue. Al llegar al Hospital General de Iguala, Édgar se dejó caer en la camilla y cerró los ojos. Cuatro días después despertaría en el área de terapia intensiva para enterarse que estaba rodeado de aparatos, tubos y tenía una traqueotomía; continuaba sin poder hablar y su cerebro todavía estaba inflamado.

Mientras tanto, médicos de Guerrero se coordinaban con especialistas en la Ciudad de México para trasladarlo. La primera cirugía se programó para reconstruir su paladar; los huesos y los colgajos serían tomados de su propio cuerpo, de su pierna izquierda. Después vendrían otras cirugías e injertos para formar de nuevo sus labios.

“Todo parecía una pesadilla”. Durante meses Édgar tuvo que comunicarse en el hospital, con su familia, a través de un pizarrón blanco. En la actualidad sólo puede alimentarse con dieta blanda, porque carece de los dientes de la parte de arriba de su boca. Está por ingresar a una tercera cirugía, donde le colocarán hueso, implantes y placas para que recupere los dientes superiores. En la entrevista con EL UNIVERSAL se mantiene con un tapabocas.

“Es algo muy difícil, no sé en qué condiciones estén mis 43 compañeros desaparecidos…, pero para ellos ha de ser aterrador, para sus padres esto continúa siendo una pesadilla. A mis compañeros se los llevaron los policías que pertenecen al gobierno, el gobierno siempre ha estado ocultando información. Si lo hace es porque tiene algo que ver con eso; no sé qué haya pasado con ellos, pero hay que resistir, seguir en la lucha y tener la esperanza de que los 43 compañeros aparezcan con bien”.

“En cuanto a mí, doy gracias por estar vivo; aunque continúo molesto conmigo, porque antes de ir a Iguala aquella noche a rescatar a nuestros compañeros, uno de ellos me advirtió que no fuera, que podría ser peligroso y yo no lo escuché. Debí haberle hecho caso. Es un descontento hacia mí mismo”, relata.

Después de lo ocurrido, Édgar decidió darse de baja en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, le pidió a su padre don Nicolás —también maestro en Guerrero— que lo hiciera por él; pero sus compañeros viajaron a México para pedirle a cambio que no desistiera. Esperaban recibirse junto con él.

Fue así como alumnos, directivos y profesores lo apoyaron durante los exámenes y tareas vía internet y correo electrónico durante dos años para que Édgar lograra continuar hasta concluir el ciclo escolar 2015-2016, junto a 91 compañeros de su generación. Hoy Édgar Andrés Vargas es licenciado en Educación Primaria y su generación lleva su nombre.

Para sus prácticas dio clases en la Ciudad de México en la “Escuela 18 de marzo”, y hoy vive junto a sus padres y tres de sus hermanos, mientras espera su próxima cirugía.

Habitan un departamento y tienen una despensa de 11 mil pesos mensuales, ambos otorgados a través de la Secretaría de Gobernación. Los materiales odontológicos para los implantes de Édgar son costeados por la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV).

“Supe de qué estaba hecho, ya que resistí mucho dolor. Reconozco la fortaleza de mis padres, el apoyo de mis hermanos. No me importa el físico, quiero recobrar mi vida de antes, trabajar, seguir estudiando (…) continuar”, expresa Edgar Andrés antes de despedirse, quien en su brazo izquierdo lleva las cicatrices de sus injertos y en su playera la leyenda: “Porque la indignación no se apaga. Ayotzinapa, por los 43”.

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