Qué bueno debe ser fugarse. Usted, intrépido lector, acurrucado en el escritorio de su pinche oficina, atrincherado en su cuenta del banco, apapachado por una familia que le pesa cual bola de mercurio, no me diga que nunca lo soñó. Fugar, dejarlo todo, no decirle nunca más sí señor al idiota redomado de su jefe, nunca más sí querida a la amarga rancia de su esposa, nunca más no mi viejo a esa vocecita interior que le dice manda –mandá– todo al carajo y disfruta –disfrutá– la vida.

Usted, por supuesto, como yo, como todos, tiene argumentos para justificar su cobardía: que si fugarse es de cobardes, que si las responsabilidades adquiridas, que si al fin y al cabo esto no está tan mal, que quién sabe lo que puede haber del otro lado, que yo no soy uno de esos, que qué sería del mundo si todos nos fugáramos.

O puede incluso argüir que no vale la pena: que, de todos modos, la fuga debería ser permanente o no sería: que, al cabo de un tiempo, el fugado reconstruye un estado del que, a su vez, querría fugarse. El argumento ontólogico –la inutilidad de cualquier fuga que no incluyese la fuga de sí misma–es elegante pero inane.

Y lo cierto es que nos gustaría y lo pensamos y le damos vueltas, y muchas noches de –módico – insomnio las imágenes vuelven a acometernos, tentadoras, vanas.

No lo hacemos: preferimos nuestras seguridades. Y aún así lo seguimos pensando. La fuga —la ilusión de la fuga— es una respuesta fuerte a la única verdad insoslayable: tempus fugit, el tiempo se escapa y el solo rumbo que tenemos es un rumbo de colisión inevitable. La fuga sería un intento

–siempre fallido, pero qué bueno mientras dura– de eludir ese final ineludible.

Y de sortear el orden. El orden del mundo está basado en que nadie se fugue: que sigamos en los lugares que más o menos nos atribuyeron.

Por eso cualquier fuga lo pone en cuestión: el empleado de ministerio que se va a vivir debajo de un puente, el amante despechado que decide colgarse, el chico que deja la escuela y se ata a su guitarra, la señora que se pasa por la piedra a todo el vecindario, el escritor que ya no escribe, el reo que se escapa, son reacciones que te llevan a preguntarte qué estás haciendo, que estás dejando por hacer: fugas que te interpelan.

Y vuelves a hacerte la pregunta y vuelves a darte la respuesta consabida y te dices que para qué y que de todas formas no se puede y entonces un señor muy conocido, muy temido, muy rico, muy aprisionado, muy privado por el peso del Estado de cualquier opción, va y se va: hace, una vez más, lo que tantos soñamos. Y pone, con su fuga, en jaque al orden que se basaba —decía que se basaba— en tenerlo encerrado.

Este señor Guzmán, dicen, se compró a quien quiso para poder fugarse, hacer lo que quería. Ridiculizó a un gobierno para hacer lo que quería. Puso en jaque a sus instituciones para hacer lo que quería. E hizo, por fin, lo que quería. La desigualdad puede ser cruel, puede ser enojosa: ¿por qué él sí, por qué yo no? La desigualdad puede ser la madre de la envidia, material del rencor: cacho’cabrón qué carajo se cree, ése sólo va a aprender cuando esté muerto.

O puede ser el caldo de cultivo de los ídolos: qué bueno que haya alguien que sí hace lo que yo querría hacer, lo admiro. Es triste, pero los pueblos suelen clamar por ídolos. Si yo fuera publicista de los narcos —¿tienen los narcos publicistas?— lanzaría la campaña Fugas para Todos. Para llevarnos a reconocer, por fin, que lo que hizo este señor Guzmán es lo que tantos querríamos, sólo que —una vez más— él se atrevió a lo que el resto no. Pero que no sigamos negando que nos gustaría. (Y, por fin: que más nos gustaría una vida de la que no tuviéramos ganas de fugarnos. Quizá, quién sabe, sea posible. Quizá, quién sabe, no.)

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