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Hobbes, que vivió en una época de inestabilidad política, concibió al hombre como el lobo del hombre y al orden estatal como la forma de contener el egoísmo individualista destructor. Para este pensador, el centro generador del derecho era el Estado y sus órganos los únicos facultados para administrar justicia. Con base en ello, el Estado “expropió la justicia” y el constitucionalismo liberal incluyó entre sus postulados lo consignado en el artículo 17 de nuestra norma fundamental: “Ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer violencia para reclamar su derecho”.
Lo sucedido en Chiapas con los maestros, que fueron vejados en la vía pública, es un ejemplo de lo que puede hacer el más fuerte con el más débil dentro de una sociedad civil en la que la autoridad no interviene para detener al prepotente en sus exigencias y deseos. El supuesto básico del Estado como monopolio legítimo de la fuerza es la prohibición de la “justicia por propia mano”, lo que significa que cualquier persona para obtener que sus derechos sean restituidos cuando considera que han sido violados debe acudir a un órgano jurisdiccional a través de los procedimientos creados para tal efecto. Nadie válidamente posee la autoridad para sancionar a otro, so pena de incurrir en delito y ser castigado por ello.
El pensamiento hobbesiano está equivocado cuando supone que el Estado es la fuente de todo derecho. Nadie debe, ni los órganos estatales, imponer penas sin otorgar el derecho de audiencia, ni violando el debido proceso del acusado. Tampoco, bajo ninguna circunstancia los castigos pueden ser denigrantes o humillantes que afecten la dignidad de la persona humana. Estas son prohibiciones absolutas con base en los derechos humanos y no hay justificación alguna para no atenderlas. No es válido invocar algún tipo de derecho para cometer atropellos y quien los lleva a cabo sólo se distingue del genocida o del tirano por lo sistemático, lo sanguinario, la frecuencia y el número de los casos.
El uso de la fuerza para reclamar el derecho propio con el argumento de la “cerrazón” de los demás, gobierno y sociedad, es intolerable en una democracia. La principal causa de la erosión de las instituciones en los estados constitucionales es la permisividad a los grupos radicales que imponen paulatinamente su voluntad aprovechando la indiferencia y el miedo. Hay que recordar que la República del Weimar sucumbió a manos del movimiento nacional socialista, que amedrentó al gobierno con ideología y violencia. La lección histórica es clara: el imperio de la ley no se sostiene sólo con la razón y la argumentación jurídica, sino con un aparato estatal legítimo y eficiente que sea capaz de establecer un orden mínimo fundado en el respeto de los derechos del hombre. La defensa de la constitución exige un poder del Estado que haga cumplir efectivamente con lo mandado por el legislador y lo resuelto por el juez.
La autoridad debe imponer límites, con base en la ley, al voluntarismo político, económico y social de las personas expresado en forma individual o colectiva. El gobierno es el garante de que haya un orden mínimo que permita la convivencia pacífica, que no es otra cosa que el respeto al derecho del otro. El orden social mínimo es el derecho humano básico sobre el cual se construyen y defienden los demás.
La falta de una acción gubernamental inmediata ante hechos de violación de los derechos humanos a la vista de todos es preocupante, ya que en esas circunstancias cualquiera puede ser la próxima víctima, cuando un colectivo o un grupo de interés se erige en tribunal, juzga con superficialidad y sumariamente y aplica sanciones supuestamente ejemplares. El hombre lobo del hombre y el Estado como un espectador más.
Profesor del INAP