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Vladimir Putin llegó al G20 de Hamburgo con la incomodidad de visitar una Europa con la que protagoniza un cruce de sanciones desde 2014 por la participación rusa en la guerra de Ucrania. Moscú sabe que las posibilidades de un pacto con Europa son escasas, por eso ha vuelto sus ojos hacia Oriente, para seguir arañando parte del protagonismo perdido en la escena global. La tendencia es visible en Siria, Egipto y Turquía, aprovechando que la proyección de Washington en estos países se vuelve difusa. En la crisis de Norcorea también ha encontrado un medio para acercarse a China.
Ilan Goldenberg y Julie Smith plantean en Foreign Policy que esta tendencia empezó cuando la administración Barack Obama se vio sobrepasada por la multiplicación de conflictos en Medio Oriente (las primaveras árabes, el ascenso del Estado Islámico y las guerras de Siria, Yemen y Libia). Putin aprovechó la situación y se anotó una victoria al lanzar su exitosa intervención en Siria en 2015 en apoyo de Bashar al-Assad.
A partir de ese hito, que devolvió a Moscú a los foros internacionales, “la presencia de Rusia en Medio Oriente se ha vuelto mucho más fuerte que hace dos años, cuando EU estaba muy comprometido”, aseguran Goldenberg y Smith. Rusia no ha renunciado a su agenda propia en la región (sobre todo, a los estrechos contactos con Irán, la bestia negra de la administración Trump), y ha comenzado a combinarla con acercamientos a aliados históricos de Washington.
Un caso paradigmático es el de Turquía. Durante la Guerra Fría, Turquía se unió a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y se volvió su gendarme a las puertas de Asia. En los últimos años, pese a algunos roces entre Ankara y Moscú (el último por el derribo de un avión ruso en 2015), los viejos rivales han acercado posiciones a medida que el presidente turco Recep Tayyip Erdogan se distanciaba de EU. Con Egipto ocurre algo similar. Hasta hace poco era el gran aliado regional de Washington, pero Putin ha estrechado lazos con el mariscal Abdel Fatah al Sisi aprovechando la incomodidad de EU ante los excesos tiránicos del militar.
Javier Morales, profesor de la Universidad Europea de Madrid, es cauto ante la idea de un regreso ruso a la primera línea de la política mundial y descarta una vuelta a la vieja bipolaridad. “La influencia de Rusia en el mundo está en declive desde el fin de la Guerra Fría. Putin sólo ha conseguido frenar esta decadencia”, explica. Su papel se limitaría al de una potencia regional, con una voz potente en los países de su entorno, especialmente en Europa del Este y repúblicas de Asia pertenecientes a la extinta Unión Soviética.
La tensiones entre EU y Corea del Norte también le han dado una oportunidad a Rusia de alinearse con China. El último lanzamiento de un misil norcoreano, el 3 de julio, coincidió con una visita a Moscú del presidente chino, Xi Jinping. Ambos países emitieron un comunicado pidiendo a EU y las dos Coreas que negocien un pacto en el que Pyongyang se comprometa a congelar su programa nuclear si Seúl y Washington disminuyen su presencia militar en la región. Xi declaró que las relaciones sino-rusas “están en el mejor momento de su historia”.
Pero fuera de sus territorios de influencia natural, Rusia sigue teniendo razones para sentirse un paria internacional. La semana pasada se ampliaron seis meses las sanciones de la Unión Europea, lo cual echa más madera a las penurias de un país con una economía renqueante, dependiente de sus exportaciones de hidrocarburos y con una cuenta corriente que no permite sueños imperiales. Según el Banco Mundial, en 2015 el PIB ruso fue de mil 326 billones de dólares, apenas encima de una nación con tan escasa planta guerrera como España (mil 199 billones de dólares).
Morales considera que EU (17 mil 947 millones de PIB) no debe temer por su hegemonía: “Aunque es cierto que la actitud del presidente de EU parece debilitar la credibilidad de su país como superpotencia, su liderazgo mundial se apoya en muchos otros factores, como el desarrollo económico y tecnológico o la influencia cultural, todos ellos demasiado consolidados”.
El profesor considera que Moscú tampoco confía en que la era Trump sea netamente beneficiosa para sus intereses. “Hay una sensación de alivio ya que, de haber ganado [la demócrata Hillary] Clinton, se hubiera producido un enfrentamiento diplomático. Pero Trump, sin ser abiertamente hostil a Rusia, también preocupa al Kremlin. El aumento del gasto militar [y la exigencia a los países de la OTAN de que sigan su ejemplo] aumentaría su ventaja sobre las fuerzas armadas rusas; los recelos hacia Irán de algunos miembros de su administración pueden perjudicar los intereses rusos en Oriente; y la propia ignorancia de Trump en política internacional crea incertidumbre”, explica.
Morales opina que, aunque exista en las élites rusas satisfacción ante el caos estadounidense, alentado en parte por el debate en torno a injerencias rusas en el círculo de confianza de Trump, “Rusia tampoco desea que su interlocutor en la Casa Blanca sea un presidente acosado por estas sospechas, porque eso impediría a Trump hacer cualquier concesión a Rusia que pudiese ser utilizada por sus adversarios políticos”.