Tras un mes de deliberaciones, el presidente Donald Trump se decidió a nominar a su nuevo jefe del FBI.
El elegido es Christopher Wray, de 50 años de edad. Un ex fiscal de la división criminal especializado en crímenes corporativos del Departamento de Justicia durante el mandato de George W. Bush y próximo al Partido Republicano. Un perfil gris, nada público. Hasta ahora trabajaba en el bufete de abogados King & Spalding.
Su nombre casi no apareció en la prensa hasta su nombramiento, y el único caso relevante fue la defensa del gobernador de Nueva Jersey y aliado de Trump, Chris Christie, en el escándalo del Bridgegate, que terminó con gran parte del crédito político del republicano por sospechas de abuso de poder y conspiración. También colaboró con la empresa del magnate en algunas ocasiones y de esa firma de abogados han salido al menos tres cargos en la administración.
El anuncio se hizo, como no podía ser de otra forma, a través de la cuenta de Twitter del magnate, en la que destacaban las “credenciales impecables” del candidato.
Como todos sus antecesores, Wray tendrá que pasar por el escrutinio del Senado, que se prevé feroz no sólo por su relación previa con la familia Trump y sus empresas, fondos y fideicomisos, sino también por haber trabajado con la petrolera rusa Rosnef, algo que despertará sospechas por el contexto de investigaciones sobre los nexos entre la campaña de Trump y el Kremlin.
“Es un gran honor ser seleccionado por el presidente para volver al Departamento de Justicia como director del FBI. Espero servir al pueblo estadounidense con integridad como el líder (...) de un grupo extraordinario de hombres y mujeres que dedican sus carreras a proteger este país”, indicó Wray en un comunicado difundido por la Casa Blanca.