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La aparición de centenares de cadáveres en dos trailers en Jalisco ha generado una sensación de escándalo y desasosiego tremenda. Muchos analistas han comentado la atrocidad que supone la falta de atención al terrible incremento de los homicidios y la expedita decisión del gobernador del Estado al cesar al director del Instituto de Ciencias Forenses, encargado del resguardo de los cadáveres.
No hay mucho más que agregar a esas crónicas de un episodio que representa un nuevo capítulo de la oscura historia reciente del país, regada de sangre, de muerte y de tragedias sin par.
Pero quisiera llamar la atención sobre dos cuestiones que, hasta donde llega mi información, no han merecido ningún comentario. La primera es lo extraño que resulta responsabilizar del drama a quien tenía solamente la responsabilidad de cuidarlos. Es decir, ¿qué ganamos con destituir al director de un organismo cuya morgue no tenía capacidad para tantos cadáveres? ¿acaso el director del Instituto de Ciencias Forenses fue quien los privó de la vida? ¿No estamos equivocándonos al despedir solamente a un funcionario, en vez de profundizar sobre las causas del dramático incremento de homicidios en Jalisco (y en Guanajuato, y en la Ciudad de México, y en Tamaulipas, y en Veracruz, y un largo etcétera)?
La otra cuestión es que a nadie parece haberle sorprendido el hecho de que un gobernador pueda despedir con libertad (y de manera quizá arbitraria) al titular de los servicios forenses de su estado. Ahí tenemos un problema, pues si los peritos encargados de hacer valoraciones científicas de un delito son empleados del gobernador en turno, entonces sus dictámenes pueden no gozar de la imparcialidad y autonomía necesarias para una correcta investigación.
En México, al contrario de lo que hicieron en Jalisco, necesitamos apoyar a los forenses para que hagan bien su trabajo, dándoles medios materiales y logísticos. No ganamos nada al despedirlos, si antes no dimos el apoyo para cumplir con sus responsabilidades. El que merecía ser despedido no era el señor forense, sino más bien el señor gobernador, para decirlo de manera clara y sin rodeos.
Lo que las noticias de Jalisco y las todavía peores sobre las fosas clandestinas en Veracruz ponen de manifiesto es la emergencia humanitaria en México. El gobierno de Enrique Peña Nieto había prometido reducir drásticamente los homicidios: fue una mentira más, de las muchas en este sexenio. No bajaron las muertes, sino que subieron de forma abrupta (sobre todo el año pasado y lo que va de 2018).
El año pasado en Jalisco se registraron 1,369 homicidios (más de 900 con armas de fuego). De enero a agosto de 2018 se habían alcanzado 1,215. Vamos empeorando y no hemos hecho nada para mejorar. La capacidad del Instituto de Ciencias Forenses de Jalisco permite almacenar 80 cadáveres. ¿Qué se puede hacer, como director del Instituto, si no paran de llegar cadáveres? En el Semefo de Acapulco están igual o peor: con capacidad de 270 cadáveres, están pendientes de identificación más de 750 cuerpos (algunos llevan desde 2011). Y la misma historia se repite en muchos puntos.
El territorio se ha convertido en un enorme panteón. Salvo Yucatán y Campeche, en el resto abundan las historias de violencia.
Es tal el grado de descomposición social, que hay personas dispuestas a matar por una rivalidad deportiva, como acabamos de ver en Monterrey. Ni un acontecimiento deportivo es seguro en México.
Algo hemos hecho mal y hay que cambiar de rumbo. Ojalá el nuevo gobierno traiga ideas frescas y entre todos ayudemos a ponerlas en marcha. Quienes han estado al frente de las instituciones (incluyendo, desde luego, a los gobiernos estatales y municipales) han demostrado ser una pandilla de fracasados, carentes de ideas efectivas para combatir la inseguridad. Necesitamos un cambio, pero ese cambio no se dará mientras la respuesta a la criminalidad consista en correr a los forenses que solo intentan hacer lo mejor posible su trabajo. Aprendamos del ejemplo de Jalisco, para no seguirlo en ningún otro sitio.
Investigador del IIJ-UNAM