Enciende los fogones, descuelga los botes tamaleros y las grandes ollas de aluminio colgadas en la pared, y las llena con agua, leche y canela para comenzar a hacer el atole y el café. Después acomoda la mesa donde su esposa preparará los alimentos para la venta del día.
Su hijo Óscar, de 47 años, es el segundo en levantarse. Ayuda a su padre a cargar las ollas y a vaciar el líquido en botes lecheros, y sale en su camioneta a comprar el pan para las tortas. La panadería abre a las cuatro de la mañana. Aún es de noche.
Una hora más tarde aparece Herlinda Rodríguez, de 66 años. Se ha puesto un delantal, una cofia en la cabeza, un suéter, zapatos cómodos. No es el tipo de mujer que se dé licencias o se demore al despertar. La rutina, el ritmo, la dinámica del trabajo exige rapidez y sincronía. Aquí no se improvisa. Es la vida cotidiana de una familia que labora desde la madrugada.
Herlinda y Jesús son rigurosos, disciplinados, metódicos. Han sido vendedores ambulantes a lo largo de 34 años ininterrumpidos. Sus padres también lo fueron. Sus hijos y sus nietos ahora lo son. Son cuatro las generaciones de ambulantes en esta familia.
Son cuatro los hijos que se dedican al ambulantaje: Norma, Óscar, Fidel y Elizabeth; y 10 los nietos: Sergio, Alexis, Michel, César, Carlos Antonio, Óscar, Edwin, Carmen, Jovany y Ailyn. Todos forman parte de los 109 mil 186 comerciantes que tienen permiso para vender, y de los dos millones que expertos calculan que hay en la vía pública.
De los autorizados, 72 mil 94 son considerados independientes y los demás pertenecen a 761 organizaciones que se tiene identificadas en las 16 delegaciones, según respuestas a solicitudes de información realizadas por EL UNIVERSAL a la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de México.
Herlinda abre la ventana de su casa y comienza a freír las salchichas y la carne. Hace milanesas. Corta el jitomate, la cebolla, el queso, los chiles y el aguacate, mientras Óscar llega con el pan. De 3:30 a 4:50 horas prepara los alimentos en la cocina: las tortas, los sandwiches; acomoda los tamales que fueron preparados por ella desde la noche anterior. Hay rojos, verdes y dulces. Cuatro kilos de masa todos los días.
A las 4:50, y con la precisión de un llamado a misa, sale a la calle y grita: “¡Eliza, ya es hora, levántate que se hace tarde!”. Eliza es su hija, tiene 40 años y dos hijos.
Después, Herlinda gira hacia la ventana de la izquierda y grita: “¡Alex, ya es hora, levántate...!”. Él es su nieto y tiene 19 años.
Eliza se encarga de un puesto sobre avenida Reforma. Alex también tiene el suyo, un poco más lejos.
Fidel, otro de los hijos, de 44 años, se levanta en cuanto llega el pan. Tiene un puesto ambulante frente a la embajada de Francia, junto con su sobrina Carmen. Llevan cuatro años en ese lugar.
Carmen y Fidel se han preocupado por conocer el nombre de sus clientes y sus gustos. “Es algo que le gusta a quien nos compra, que lo recibas temprano, de buen humor, que no les falles, que los llames por su nombre. Algunos nos reclaman si no venimos, por eso nunca les fallamos”, dice Carmen con excelente humor a pesar del frío.
A las 5:00 horas todos están dispuestos a salir de la casa de Herlinda y Jesús. Este es el punto de reunión del clan Jiménez Rodríguez. Óscar acerca la camioneta a la puerta de la casa de sus padres; suben los botes con el café y el atole, el pan, los tamales, las tortas, las mesas, las sombrillas, el gas, el anafre.
La familia Jiménez Rodríguez tiene seis puestos en la delegación Miguel Hidalgo, por los que paga 200 pesos mensuales. “El dinero se le da a un líder; es como un derecho de piso que debemos pagar por un espacio de unos dos metros”, explica uno de ellos.
“Nuestro trabajo es difícil, por incierto. Siempre estamos con el riesgo de que nos echen o nos levanten del lugar donde estamos. Antes pagábamos una cuota anual que se conocía como R1, pero desde 1998 dejó de existir, nadie volvió a cobrarla. Hoy no sabemos en qué momento nos van a levantar. Queremos estar formales, formar parte de un padrón y pagar lo que corresponda, pero también que se respeten nuestros derechos como ambulantes” agrega.
Óscar Jiménez, de 47 años, está casado con Sonia Suárez y tienen cinco hijos: Óscar, de 28 años; Jazmín, 28; Edwin, 26; Katy, 24, y Carmen, 22.
Óscar, Edwin y Carmen se dedican al comercio ambulante de lunes a domingo. Katy es obrera en una fábrica, y Jazmín se dedica al hogar.
Óscar explica que estudió hasta la preparatoria y después se dedicó a ayudar a sus padres “porque veía lo duro era para ellos solventar mis estudios. A cada rato los levantaban.
“Yo me levanto a las 4:30 de la mañana y a las 5:30 aproximadamente salimos de casa de mi abuela Herlinda, ya para trabajar. Después soy yo el que lava los trastes de los seis puestos. Me duermo a las 11 de la noche. Lo difícil de nuestro trabajo es el clima y la posibilidad de que nos levanten”, cuenta mientras sirve un café con la receta original de su abuelo. Su hermano Edwin tiene un puesto a unos cuantos metros de él, afuera del Metro Auditorio.
Su papá argumenta que él pertenece a la Alianza de Organizaciones Sociales, que lucha por mayor estabilidad hacia este gremio de trabajadores.
“Formulamos una iniciativa de ley para pugnar por el reordenamiento del comercio en la vía pública. Muchos piensan que sólo servimos para echar basura en la calle y afear la ciudad, pero nosotros, los ambulantes, somos necesarios para todos aquellos trabajadores que no pueden pagar un café a 40 pesos en Sanborns o Vips. Nosotros vendemos un café a ocho pesos, un pan a siete, una torta de tamal a 10. El hombre y la mujer que desayunan con nosotros lo hacen con 20 o 30 pesos máximo. Nosotros, los ambulantes, le damos de comer a la gente trabajadora, la que no tiene un trabajo digno y bien remunerado”, dice Óscar, quien también truncó su carrera como maestro para apoyar a sus padres, Jesús y Herlinda.
“Me faltaban cuatro semestres para terminar, pero en esa época mi mamá vendía jugos y la levantaban a cada rato de la calle donde vendía, por lo que tuve que ayudarlos y meterme a trabajar en esto desde hace más de 20 años. No me quejo, es un trabajo digno, aunque nunca podremos comprar una gran casa o una camioneta, porque lo que ganamos no alcanza más que para invertir en los insumos del día siguiente. Lo nuestro no es negocio, nos alcanza sólo para sobrevivir y tener una vida más o menos digna”, dice Óscar, quien maneja la camioneta.
“¡Imagínese… cuando vino el papa Francisco a México nos sacaron seis meses de Reforma porque decían que esa avenida era corredor turístico y que por ahí pasaría. Tuvimos que descansar forzosamente seis meses, sin posibilidad de que nos asignaran otro sitio. ¿Le parece justo?”, pregunta Óscar.
Elizabeth, de 40 años, se suma a la conversación: “Lo que queremos es que nos dejen trabajar en paz. De lo contrario, ¿quién nos dará de comer?”.
Herlinda confiesa no recordar algunos de los nombres de sus bisnietos: “¡Ya son demasiados!”, pero desea que vayan dejando a un lado la posibilidad de ser vendedores ambulantes, como ha ocurrido con su nieto Antonio Juárez Jiménez, quien está por titularse como licenciado en Geografía.
Antonio explica: “Me dedico al comercio ambulante desde que entré a la secundaria, para apoyar a mis padres que se dedican a lo mismo, y para apoyarlos con mis estudios. Me despierto a las tres de la mañana todos los días. Salimos de casa a las 4:30 para llegar a las 6:15 a trabajar, pues vivimos lejos, en Santiago Tianguistenco, Toluca. Asisto a la escuela de tres de la tarde a nueve de la noche, y no me quejo… gracias al comercio pude sacar mi carrera”, concluye Antonio mientras atiende a sus clientes en la esquina de Homero y Schiller. Al rato irá a la escuela.
“Somos seis hermanos, cuatro nos dedicamos al comercio ambulante. ¿Algo más que quiera preguntar?” , inquiere Antonio, contundente, antes de regresar a trabajar.