Recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo una persona en la tierra tuvo derecho y esa persona no está escribiendo este texto) la primera vez que estuve en Antojitos Esther . En la entrada de las dos breves dos calles de la Santísima, en la esquina de la Soledad, aún no se erigía esa hermosa y azul efigie de la Santa Muerte, con una mano alzada y la otra en eterno reposo, que en estos días recibe ahí sus ofrendas. En algo me sorprendió la disposición del lugar. Es pequeñito y flaco como un niño de la calle. Entrando a la derecha, una plancha/comal enorme, en el que trabajan seis o más mujeres, seguido de algo que asemeja una caja; a la izquierda, algunas mesas, ninguna no coronada por un frasco de nescafé y otro de azúcar, y una panera donde a veces, temprano, hay un bolillo. Antes de entrar suele haber un anafre en ascuas y en ese anafre una tetera de peltre para quien quiera agua para un nescafé. Las cuatro paredes de Esther están populosas de fotos de otra ciudad: son reconocibles el zócalo o el palacio nacional, pero esa era otra México, una que aún no sucumbía a la depredación y la muerte. Leo en una reseña en Tripadvisor que Esther está “sucio”, lo cual puede ser cierto si alguien considera suciedad las vueltas de los años, el desgaste infinito del centro histórico, el trabajo, los días. Yo diría que Esther no está sucio: está usado.
En algo, repito, me sorprendió Antojitos Esther; no fue que está tan lleno que la clientela improvisa un segundo restaurante Esther, afuera, en la barda del desnivel de Santísima; no fue la calma y la memoria con que las cocineras/meseras reciben y ponderan los pedidos ni la disposición y el orden con que los clientes los emiten, aunque todas esas cosas son sorprendentes también. Fue algo más inasible, algo impalpable. Esther no ha claudicado ante el progreso o el progreso no ha logrado vencer a Esther. Esther se ha aferrado a otro tiempo, a su propia ciudad. Comer aquí es comer en 1951 o 1956, en Víctimas del pecado , en Del brazo y por la calle . La señora que cobra (¿Esther?) lo hace con un papelito arrugado atiborrado de letras y números que no son de este tiempo. La sensación es inquietante, un poco abrumadora.
La comida también está en otro tiempo. ¿Han escuchado a algunos conservadores decir que ‘antes la comida sabía mejor’? Tal vez no mienten. En Esther todos los antojos son primos del taco, pero pre-evolucionados. Van dos. La gordita es extrema; es delgadísima, tan delgada que no puede cortarse horizontalmente; no viene copeteada con cebolla y cilantro sino con bistec al comal y quesillo. La salsa de guajillo le provee notas de tizne y, si el oxímoron es tolerable, de un redondeado picor. La quesadilla de chicharrón es todavía más inesperada; se parece a una quesadilla de chicharrón pero su sabor es imposiblemente más profundo: notas de ahumados, tostados, algo como de fruta pasa (pero no dulce); una textura untuosa pero picosa pero chispeante pero resistente. Incluso el color es atávico: café casi negro. Otra pregunta: ¿Han leído cómo a los críticos les encanta decir que un restaurante ‘no tiene pretensiones’? Payasos. Bueno, pues Esther no tiene pretensiones de ser el segundo mejor restaurante del DF y hoy, 27 de julio de 2017, lo es.
Antojitos Esther
. Santísima 22, barrio de Loreto.
Precios. La última vez que estuve ahí pedí una quesadilla de chicharrón y una gordita de bistec/quesillo. Pagué 60 pesos, ya con la propina.