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El 2016 comenzó con la muerte de David Bowie y tal vez no termine nunca. 2016 nos hizo pedazos. Dicen que un día los historiadores se saltarán 2016 como en los aviones se saltan la fila número 13 o que los adolescentes se contarán historias de miedo cuyo protagonista es un asesino serial llamado 2016. Peor: cada vez que 2016 pareció darnos una oportunidad de optar por la razón nosotros elegimos el vacío o la mierda. ¿Nos dejó algo bueno 2016, algo que no sea muerte o negrura? Tal vez algunos platos.
En los ‘grandes restaurantes’, que todavía existen, hay al menos dos discusiones entre prestigio e innovación. En Pujol: el prestigio del mole madre, que este año cumplió mil días recalentándose, y la innovación del arroz con lichi, un nigiri dulce, juguetón, una voltereta equilibrista, un quiénvive virtuoso. En Quintonil: el súbito prestigio de la tártara de aguacate tatemado con escamoles, que al paladar es un juego retórico de guacamole y a la vista, un oscurísimo e inmóvil sistema planetario, y la innovación del salbute de huitlacoche, un plato dramático, dulce y salado, meloso, picante: desconcertante como un postre en medio de la comida. En ambos casos el triunfo es de la innovación y el desconcierto.
Bendito Japón: ni siquiera 2016 pudo frenar su empuje en el DF. El mapo ramen–puro picor peperino, puro poder punzocortante–de Kura (Colima 378, Roma) es un éxito fabuloso. En unos meses Hiyoko (Río Pánuco 132, Cuauhtémoc) ha perfeccionado su conocimiento enciclopédico del pollo. Piensen en su chochin –o huevera, como le llaman al útero con sus protohuevos en los caldos de gallina–: protoyemas cocidas al punto de una esfera temblorosa, como un sol minúsculo que cabe entre los dedos o como una gigante célula que explota al contacto con los dientes. (La última vez que estuve en Hiyoko no había chochin; si les pasa, pidan pescuecitos.) En la puerta contigua está Le Tachinomi y su ensalada de papa, tal vez el más modesto, tal vez el mejor de sus platos, con un huevo término medio, marinado, trémulo, ensimismado, encima.
Y tacos. 2016 trajo tacos. En Jacinta (Virgilio 40, Polanco), una barbacoa de resque es de las poquísimas instancias de cocina norteña impecable en la ciudad. (La otra: el machacado de El Regiomontano –Luis Moya 115, Centro–: tensión entre liquidez y sequedad en que no triunfa ni el huevo ni la carne seca.) En Páramo (Yucatán 88, Roma) el debate presidencial se cierra entre el taco perlas–albóndigas con chicharrón y chile meco–y el papalonga –longaniza y papas ensalsadas con morita–, que se sirven de noche pero habrían de servirse en la incierta madrugada, en la hora litoral entre la borrachera y la cruda. El taco de berenjena chamuscadade Tizne Tacomotora (Diagonal 39, del Valle) es un ejercicio de equilibrio entre lo calcinado y lo jugoso, entre el ajo serrado, el redondo recado negro y la supernova de frescura de un puñado de hojas de yerbabuena.
Y por supuesto el mejor platillo de 2016, que en realidad lo fue también de años anteriores y muy probablemente lo siga siento mucho tiempo más: el taco de chile ancho, capeado, relleno de queso de La Hortaliza (José Vasconcelos 48, Condesa). Un taco hecho de luces de bengala: ahumadas, picantes, lácteas. Un taco inteligente, un taco perfecto para el fin del mundo, que nos espera a la vuelta de unos días.