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Como todos los alcohólicos, yo también soñé con tener un bar.
En mi sueño ese bar era arbitrario. Estaba tal vez en el garage de mi casa o en un estudio o en una biblioteca, pero no con libros comprados por metro como saldos, para llenar estantes, sino con libros libros, libros ‘reales’ cuyo dibujo trazara una cara. (Como bar arbitrario, esa cara era la mía.) Aquel bar era libre de las exasperantes regulaciones de la delegación, porque nadie dentro de él iba a denunciarlo nunca. Únicamente recibiría a mis amigos y a los amigos de mis amigos. Más arbitrariedad: sólo se bebería aquello que me interesara más en el momento: vodkas de Polonia, vinos brasileños, txakolíes, qué sé yo. (Como todo bar de un alcohólico, la idea de mi bar cambiaba con mis intereses.) Su sistema era de honor; no habría comandas ni cajas registradoras, simplemente cada hombre y cada mujer que consumieran ahí pagarían sus copas después de anotarlas en un papelito. No llegué tan lejos como para saber qué daría de comer en ese bar pero a veces probaba algo –un taco de charales, un morro con manzana, una cabeza de pescado– y decía, cada vez más diluidamente: “Esto es como para el bar.” Se llamaría simplemente Bar, porque era más idea que bar, más arquetipo platónico que bar.
Como todo bar imaginario, como todo bar imaginado por un alcohólico, aquel bar se desdibujó poco a poco. Su perímetro se hizo cada vez más invisible, y luego desapareció. O yo creí que había desaparecido pero hace unas semanas apareció no en el mundo de las ideas y arquetipos, sino en el mundo real de las cosas físicas. (Afortunadamente yo no tuve que poner un peso para que existiera.) No está en un estudio sino a la entrada de una bodega, en cuyo fondo hay una cámara refrigerada donde están guardadas materias primas de dos o tres restaurantes de la Cuauhtémoc. Es brutalmente arbitrario. Sólo se sirven vinos naturales, que son el gusto y la obsesión de su dueño, algunos sakes, algunos ginebras, algunos mezcales. Es difícil entrar. Hay que ser amigo de un amigo, acaso, pero no como una forma de discriminación sino una restricción meramente espacial. La primera vez que fui éramos catorce, y estaba lleno; la última vez conté a veinte personas, y estaba decididamente hasta la madre. Se llama Tachinomi, que quiere decir, si google no miente, algo como ‘tragos, comida, de pie’. Hasta su nombre es arquetípico o idealista; se diría que no es el nombre de un bar sino de todos los bares.
En un sentido, su sistema es honorario. Cenar cuesta 400 pesos y hay varios platos, que nadie sabe bien a bien cuáles serán. Es un salto de fe, un ejercicio de confianza. La “cocina” es básicamente una tablita de cortar, una olla y una parrillita de carbón tamaño maletín. Una vez había corazón de atún con hongos sobre un pedazo de pan y había cachete de atún al carbón con un feroz yuzu kosho –ese feroz condimento como una pimienta ácida–; otra vez, una tártara de res sobre la que descansaba un abanico de hongos en espiral, vuelta y vuelta hipnótica; otra, un oden –ese puchero japonés de dashi, pescado y vegetales– explotado con una mostaza furibunda; una más, una ensalada de ramen con una salsa de camarón y un montón de parmesano que le extendía el umami como un manto estelar. La última me tocó un ostión al carbón sobre el que el chef había colocado una lasca preciosa de jamón. Las cenas en este bar suelen terminar con un plato de pasta. Una vez, una carbonara que daba una loca machincuepa gracias a que había sustituido el tocino con pato ahumado; otra, unos tallarines con una salsa de jitomate y cabezas de camarón con sal de jengibre. Era una pasta jovial, amistosa, no excluyente. Parecía haber sido trabajada durante siglos, no improvisada en un momento de la noche.
A pesar de existir en la realidad de la ciudad de México, Le Tachinomi es un bar onírico, platónico, arquetípico; pertenece más al mundo de las ideas que al de las cosas sensibles. Como todos los alcohólicos, yo también soñé tener un bar. Sé de lo que hablo, vaya.
Le Tachinomi-desu. Río Pánuco entre Tíber y Ebro, Cuauhtémoc.
Precios. La última vez que fui iba solo; pedí un menú y cuatro copas de diferentes vinos naturales. Pagué 1,300 pesos ya con el 15 de propina.