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Uno de los grandes sueños de la Revolución Mexicana fue que llevaría a nuestro país por el camino de la equidad social para consolidarse como un país moderno. Los logros del movimiento armado, a la luz de la Historia, se colocan sobre una delicada balanza.

Hubo grandes victorias, pero también pérdidas desafortunadas, como aquellas que comenzaron a darse a partir de la década de 1910.
La actividad gastronómica de las buñoleras, los aguadores y los vendores de manteca se vió afectada por la idea del Progreso que comenzó a permear a principios del siglo XX. La herencia de la buñolera se sigue degustando durante las ferias patronales, donde aún se elaboran grandes y delgados buñuelos bañados con una miel de piloncillo, anís y, en algunos puestos, con un toque
de calabaza. La actividad de estas doñas era tal, que para principios del siglo XIX, comenzaron a ser sujetas a fiscalización por parte de las autoridades: tenían que pagar una couta para vender sus productos en la vía pública. Homero Bazán Longi, en su crónica “Las Dulces buñoleras”, comparte un registro de este periodo al respecto: “Se comisiona a la guardia alta a vigilar y permitir
la actividad de buñoleras en el perímetro de las calzadas Calvario y Belén.” La elaboración de los buñuelos se hacía con agua de tequesquite y un duro trabajo de amasado a mano y, para distinguir su producto de la competencia, cada buñolera elaboraba su versión de la miel, ya sea con frutas, mezcal, piña, granada o una combinación de tequila con chicozapote y, dice el cronista, “las buñoleras basaban su negocio en capturar con maestria el antojo momentáneo.”
Los aguadores, por su parte, iban y venían con paso acelerado cargando grandes ánforas de barro que sostenían con cintas para imponer el peso en su frente y cuello. Este oficio, tan cercano a la actividad cotidiana de la capital, data del siglo XVIII y aún se podían encontrar suministrando su líquido hasta principios del siglo XX. Cada colonía tenía, al menos, uno o dos aguadores que les prestaban servicio, ataviados con un mandil de cuero para no mojarse su ropa de manta y un morralito llamado “del cobre”.
Durante el gobierno de Porfirio Díaz, se construyeron tomas de agua a cada dos cuadras, por lo que los aguadores poco a poco fueron perdiendo su clientela, convirtiéndose en un oficio extinto a finales de la década de los veinte.

Finalmente, los vendedores de manteca ejercían su labor luchando contra el tiempo y el clima, pues su mercancía era perecedera.
Amas de casa, vendedoras callejeras, fondas y los cocineros de los regimientos dependian de estos muchachos que hacían numeroros viajes para abastecerse en su expendio.
Con el tiempo, incorporaron el uso de hielo para prolongar la vida de la manteca pero debido a las modas culinarias de los treinta, el vendedor de manteca desapareció, sin remedio, del trajín citadino.

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