natalia.delarosa@clabsa.com.mx


“¿En qué tugurios, amontonaderos o antros deambularon, bailaron y bebieron los tercos y los renuentes al uso productivo de las horas? [...] ¿A dónde se precipitaron, permiso de entrar mediante, las Damas de Noche, las apariciones de la madrugada, las desertoras (o ni eso) de las Buenas Costumbres?”, pregunta nostálgicamente Carlos Monsiváis en su “Elogio a las penumbras”, donde explica que durante el sexenio del presidente Miguel Alemán (1946-1952), la metrópoli capitalina también se conocía como la Ciudad del Pecado.


El mambo, los cabarets y las rumberas; el bolero y el exceso erótico entremezclado con cervezas, tequila y ron son la escena corriente que retrata la sed nacional. Las cantinas jugaron un papel importante en esta época que, aunque datan de finales del siglo XIX con establecimientos legendarios como La Ópera (1898) y El Nivel —inaugurada en 1872 y ubicaba en las calles de Seminario y Moneda—, en la década de los cuarenta y cincuenta vieron su máximo esplendor. Aún se recuerdan los nombres de los cabarets y las cantinas como Las Veladoras, El Tenampa, El Burro, El Gusano y Las Adelas, esta última con un look más parecido a una lonchería de provincia, que fueron destinos de exceso nocturno; espacios exclusivos para el desenfreno masculino, pues en las puertas de acceso se leía la advertencia: No se permite la entrada a mujeres, niños, perros y uniformados, como todavía se aprecia en la entrada de Tío Pepe, una de las cantinas históricas que aún llena su barra y sus mesas con tequilas, canastas con botanas y la amabilidad de sus meseros.


Una de las cantinas que nació en esta época fue el Museo Taurino La Faena, que abrió sus puertas en el año 1954 en la calle de Venustiano Carranza. Se trata de un amplio recinto de techos altos que, en aquellos años dorados, vio desfilar a las personalidades del mundo de la tauromaquia nacional e internacional. Cuentan las historias que para entrar a este lugar las filas eran largas y la farándula de los novilleros hizo de sus mesas, su segunda casa. Pero el rigor del tiempo no perdona y para los años ochenta fue menguando en popularidad. Aún sus paredes ostentan aquellas vitrinas que exhiben los trajes de luces que, literalmente, han quedado suspendidos en el tiempo. “Santuarios errátiles,” dice Monsiváis, “que prodigan situaciones patéticas, cómidas, trágicas y melodramáticas,” al abrigo de los tragos nocturnos.


Como en la canción de José Alfredo Jiminez, “En el último trago”, nada nos han enseñado los años, pues caemos en el error de desdeñar los sitos que han hecho esta ciudad memorable. El olvido nos sabe a tequila y, en la urgencia por la modernidad, desestimamos aquel remedio que es el encuentro nostálgico con el ayer.


Acudir a las cantinas que aún perviven en la ciudad de México es también imaginar a todos los amores que se conocieron en los cabarets y los tequilas con que aquella generación se curó el mal de amores. Sin duda, la manera de beber del mexicano es sintomática de una realidad sórdida y, sin embargo, pícara. Estamos en un rincón con un tequila. El último y nos vamos.

Melodías con sabor


“Pudo más una taquiza que mi más ferviente amor, cuando yo me declaraba,tenía un hambre de pavor.

Yo te hablaba de bonanzay te empezaba a apantallar,y las tripas de tu panzaComenzaron a chillar.

Si pa’ un taco no te alcanza,no salgáis a platicar. Al pasar frente a los tacos, yo te daba el corazón; tú en lugar de recibirlo, te metiste hasta el rincón.


Tú ordenabas al taquero: tres de lengua pa’ empezar,otros tacos de suadero,seis de bofe y de cuajar.

- Chava Flores
“La Taquiza”

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses