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Este fin de semana, en Charlevoix, Canadá, se reúnen los líderes del G7. Ahí estarán dirigentes de corte tradicional como Merkel, Theresa May, Shinzo Abe, Trudeau o Macron. Esos líderes tradicionales tendrán que mirarse cara a cara y conversar los temas que más importan al planeta con Donald Trump y, por primera vez, con Giuseppe Conte, el flamante premier italiano que emerge de una especie de revuelta del electorado en contra del sistema. Conte es un abogado, no muy conocido, que encabeza la coalición gobernante del Movimiento Cinco Estrellas y la Liga de Matteo Salvini. La primera de esas dos agrupaciones no se autoconsidera “partido”, sino un movimiento basado en la red, que surge tras la crisis económica del 2008 y que aglutina una compleja serie de causas populares y de izquierda, desde temas como el ambientalismo y el acceso a Internet, hasta el rechazo a la globalización. El segundo es un partido de extrema derecha que, podríamos decir, enarbola causas que se asemejan bastante a las de Trump. Algo así como “Italia primero”, lo que incluye, obviamente, el repudio a los inmigrantes. Ambos partidos han expresado sus deseos de retirar a Italia del Euro y de la Unión Europea, aunque en estos días han intentado calmar los peores temores al respecto. No es de extrañarse que Stephen Bannon, nada menos que el ex estratega de Trump, estuvo en Italia hace unos días para expresar su apoyo a estos movimientos antisistémicos. Mientras todo esto ocurre, el mundo es también testigo de otros procesos electorales como en Eslovenia, donde también vence la extrema derecha, y de protestas masivas en sitios tan distintos como Jordania o Georgia, y antes en Armenia, protestas que han ocasionado renuncias de primeros ministros o que están removiendo las mismas entrañas de sus sistemas políticos. Años atrás, los protagonistas de protestas similares eran sitios como Grecia, España, Turquía o los países árabes. Y si bien cada caso es una historia diferente, hay también un relato paralelo que quizás hermana no solo a esos países, sino a otros, como el nuestro. Intento explicarlo.
Permítame empezar por el final: los desenlaces. Y lo hago porque son justamente esos finales los que pueden obscurecer el panorama. ¿Qué tiene que ver Egipto con Italia, España o Grecia—podríamos cuestionar—siendo que en el primero de esos países lo que hubo fue una continuidad disfrazada de “primavera” y “revolución”, y que el poder lo mantiene el mismo ejército de siempre, incluso después de siete años de aquellas protestas masivas de la plaza Tahrir? Efectivamente, el gran océano que hay entre aquellos 18 países de Medio Oriente que experimentaron protestas masivas durante la “primavera” árabe y países como los europeos, es que estos últimos han venido encontrando mecanismos para canalizar el descontento de manera democrática y procesar, institucionalmente, la enorme frustración y desconfianza social. El resultado en ese tipo de países es el surgimiento y posterior crecimiento de partidos antisistémicos que desafían y en ocasiones, incluso desbancan a los partidos tradicionales. Los desenlaces en países no democráticos han sido, por supuesto, muy distintos, salvo quizás el caso tunecino. En algunos, hubo algunas renuncias, concesiones, o cambios cosméticos. Y en otros, cuando el sistema termina por quebrarse, el desenlace ha sido la guerra, como en Siria, Libia o Yemen.
A pesar de esos muy diferentes finales, sin embargo, hay un número de factores detonantes que son comunes a varias de esas diversas historias. Menciono algunos de estos elementos interconectados entre sí: (a) Factores económicos que golpean de manera distinta pero severa a determinados países, principalmente tras la crisis del 2008. Estos efectos se dejan sentir en indicadores como las altas tasas de desempleo, especialmente en la desocupación juvenil. En otros países el problema no ha sido tanto la crisis del 2008 como el impacto a raíz de los cada vez más complejos procesos de globalización—cadenas transnacionales de abasto que son incapaces de incluir a todos los sectores y personas—o a raíz de los avances tecnológicos. Sean cuales sean los componentes o causas, al final lo que prevalece en amplias capas de las poblaciones es un sentimiento de exclusión: no se nos permite formar parte de este maravilloso relato de progreso globalizado; (b) Factores políticos: el divorcio entre las élites gobernantes—lo que comúnmente incluye a los sistemas políticos, a sus instituciones, y a partidos tradicionales de centro, derecha e izquierda por igual—y la gente de la calle. Estas élites, en un sinfín de países, son percibidas como distantes y despreocupadas de lo que le pasa al ciudadano común, o bien, como corruptas e ineficaces para resolver lo que aqueja a la sociedad; (c) Flujos de migrantes, tanto por causas económicas como a raíz de los picos en el número de refugiados y solicitantes de asilo. Estos factores tienen un efecto marcado en países desarrollados, pero no se trata de un fenómeno que solo ocurre en ellos. Por ejemplo, Jordania es precisamente uno de los países que más refugiados han tenido que recibir debido al conflicto sirio. Estos flujos generan, en determinados sectores, la sensación de que esas personas vienen a “arrebatar” las de por sí escasas oportunidades existentes, y en otros, un sentimiento de miedo o repulsión, “fronteras desprotegidas”, “hordas que nos invaden”; (d) Frustración acumulada, desesperanza, falta de expectativas, impotencia. El sentimiento de que esa serie de condiciones no va a ser resuelta por los sistemas tradicionales ni de las formas tradicionales; (e) El discurso. Para la combinación de elementos anteriores, lo único que se necesita añadir es un discurso convincente que sea capaz de recoger, aglutinar y apropiarse de ese cúmulo de sentimientos de enojo, desilusión, miedo, frustración, desesperanza y desconfianza de lo tradicional, para activar, ya sea a través de redes sociales, o a través de liderazgos populares o antisistémicos, movimientos que van desde convocatorias para llevar a cabo manifestaciones y protestas con alto potencial de encender la mecha, hasta la conformación de nuevas organizaciones políticas, partidos y/o candidaturas.
Y claro, a partir de ese punto, cada historia se cuenta por separado. En unos casos el producto de esa combinación de factores resulta en Trump, en Podemos o en Cinco Estrellas. En otros, solo hay renuncias o cambios superficiales. En otros, el resultado es mucho más violento. Pero en el fondo, lo que tenemos que entender es que ya son demasiadas las señales que nos indican que varios componentes del sistema no están funcionando y que es mucha la gente que no se siente representada, escuchada, y que no tiene la más mínima esperanzas de que sus circunstancias puedan mejorar. Esto, evidentemente, no está ocurriendo en un solo país, por lo que atribuir las causas y las posibles soluciones exclusivamente a medidas locales, es dejar de prestar atención a las múltiples campanas que repican en paralelo.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm