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Justo hace siete años el mundo árabe vivía una ola de protestas masivas. A la de Túnez se le llamaba apresuradamente la “Revolución de los Jazmines”. El término “Primavera Árabe” fue empleado pocas semanas después. En la mayor parte de medios occidentales, esos primeros meses eran leídos como el “despertar” de la “calle árabe”, masas de jóvenes que usaban redes sociales para organizarse y “deshacerse de las cadenas impuestas por gobiernos autoritarios y represivos”. Dos dictadores caían de manera veloz; pronto seguirían otros, se pensaba. Solo unos meses después, algunos se empezaron a percatar de que no todo marchaba según el relato construido. Algo estaba cambiando, sin duda, pero el resultado no era el que se nos había contado. Mirando más de cerca, 18 países de la región experimentaron algún tipo de manifestación o revuelta. De esos 18, 13 lograron recuperarse y fueron retornando a la normalidad. Tres de ellos terminaron con guerras civiles que aún no concluyen. En otro de ellos, Egipto, tres golpes de estado y la supervivencia de la cúpula militar en el poder fueron disfrazados de “revolución”. Solo Túnez, y no sin problemas, se acercó al relato que de ese país se narraba. De modo que si algo aprendimos de la Primavera Árabe fue a tratar de analizar las cosas con más calma, con más humildad, evitar las explicaciones veloces, las teorías conspirativas; aprendimos a considerar los factores estructurales y también los coyunturales de cada caso por separado, sin dejar de mirar los elementos que eran comunes a toda la región. Hoy, cuando muchos medios ya empezaban a hablar de la “Primavera iraní”, vale la pena aprender de aquellas lecciones.
Para poder analizar con cuidado lo que en cada país sucedía en aquél 2011, había que observar elementos como los siguientes: (a) condiciones económicas, con especial atención en la desocupación juvenil en países habitados mayoritariamente por jóvenes; (b) condiciones políticas, niveles de represión, niveles de concentración del poder por parte de las élites o posibles canales de apertura y participación; (c) niveles de corrupción percibida; (d) el acceso a Internet y redes sociales como Facebook, y su posibilidad o no, de emplear estas herramientas como factores contribuyentes para incentivar la protesta (en países como Yemen, Libia o Siria, por ejemplo, el acceso a Facebook en 2011 era casi nulo o estaba prohibido); (e) el grado de disposición de la élite en el gobierno a ofrecer concesiones y cambios, o bien, su voluntad de reprimir las protestas a toda costa (o la combinación de ambas cosas: zanahorias y palos); (f) la existencia de liderazgos visibles entre los manifestantes y la capacidad de esos liderazgos para aglutinar y canalizar el descontento en la calle hacia formas de organización política; (g) la postura de los diversos actores políticos, tanto los de antes—ya sea aliados u opositores al régimen—como los nuevos que venían emergiendo; y sobre todo, (h) el comportamiento de las fuerzas de seguridad y su disposición a defender al gobernante y al régimen, o su potencial decisión de retirarle su respaldo. Y sí, también estaban ahí otros elementos como los actores internacionales y su posicionamiento ante los eventos o su apoyo a determinados actores.
Pero lo más importante para entender lo que ocurría, era no minimizar el descontento real que había en la calle y atribuir las protestas a una colusión de fuerzas extranjeras con fuerzas internas que conspiraban en contra del régimen. Ese era el discurso que usaban los gobernantes. Al replicarlo, se incurre en el error de ignorar que hay gente de carne y hueso que es afectada por las condiciones sociales, económicas y políticas de su entorno; que hay amplias capas de jóvenes frustrados a quienes paulatinamente empieza a faltar lo único que a su edad tienen como patrimonio: la esperanza y el futuro. Es esa combinación de factores que, cuando se enciende una mecha, puede terminar en protestas masivas de cientos de miles, a veces millones. Así que, en el caso de Irán, ¿en dónde están los factores estructurales y en dónde la mecha?
Primero, Irán no es un país árabe, pero sí comparte muchas de las condiciones socioeconómicas y demográficas de la región de Medio Oriente. Se trata de una sociedad en donde los jóvenes componen aproximadamente el 50% de la población. Tras años de sanciones a raíz de su proyecto nuclear, su economía fue fuertemente golpeada, incluidos rubros como el desempleo y la inflación. Es por ello que el presidente Rouhani subió al poder en 2013 con la promesa de reformar, de intentar recomponer las relaciones con Occidente y así, liberar al país de las sanciones que le asfixiaban, lo cual consiguió, al menos en parte. Sin embargo, dos años han transcurrido desde la firma del acuerdo nuclear entre Teherán, EU y otras potencias, pero las expectativas que la población tenía quedaron demasiado altas en comparación con las mejoras que llegaron. En efecto, la economía iraní avanza, pero no lo suficiente, y la porción demográfica más afectada es justamente la de los jóvenes con una desocupación en ese sector que se estima en 40%. Estas circunstancias económicas ocurren en un país que gasta sumas millonarias para empujar sus intereses geoestratégicos en la región, lo que incluye el apoyo a Assad en Siria, a los rebeldes en Yemen, a milicias chiítas en Irak o a Hezbollah en Líbano. Adicionalmente, en Irán la alta concentración del poder no solo es política sino también económica, lo que se traduce en presupuestos que a veces favorecen ampliamente a grupos como las Guardias Revolucionarias. Y aunque ese país está, políticamente, lejos de lo que eran Siria o Libia en 2011, sí se trata de una sociedad en donde la democracia y las libertades son limitadas, con altos niveles de represión y corrupción.
Ante esas condiciones, solo falta iniciar una llama. En este caso, la coyuntura parece haberse detonado a partir de la disputa entre el presidente Rouhani, considerado un pragmático, y las fuerzas opositoras de línea más dura. Recordemos que, en Irán, el presidente es una figura con poder limitado. El líder supremo es el Ayatola Alí Khamenei, y hay toda una serie de actores económicos, políticos, militares y religiosos, cuyo poder se sostiene muy al margen del presidente o su administración. Según el NYT, lo que encendió el conflicto de los últimos días fue la filtración, por parte del gobierno de Rouhani, de una propuesta de presupuesto, el cual estaba demasiado desequilibrado en favor de las fuerzas de seguridad, las fundaciones y élites religiosas. Rouhani buscaba generar presión sobre esos actores. Por primera vez, dice el diario neoyorkino, un presupuesto que elimina subsidios populares y destina vastos recursos a los actores más conservadores del país, había quedado expuesto, lo que, bajo las circunstancias arriba señaladas, desencadenó el enojo generalizado. Sin embargo, las manifestaciones no iniciaron hace un mes cuando el presupuesto fue filtrado, sino a raíz de la respuesta de los opositores de línea dura contra Rouhani. Estos opositores organizaron hace unos días una protesta en la ciudad de Mashad, protesta que culpaba al presidente de las condiciones económicas que vive el país. Pero las manifestaciones anti-Rouhani se salieron de control, se expandieron a decenas de pueblos y ciudades, y se trasladaron de lo económico a lo político. La gente mostraba su descontento ante Rouhani porque él había prometido las mejoras; él, un presidente opuesto a los sectores más conservadores del país, era quien iba a reformar y resolver. Pero a la vez se exhibía la rabia ante la estructura misma del régimen a raíz del resentimiento contenido. Como en tiempos de la Primavera Árabe, los jóvenes ya no pedían empleo o menos inflación, sino “muerte al dictador” (el Ayatola Alí Khamenei).
Ahora bien, a diferencia de las protestas del “Movimiento Verde” en 2009 en ese mismo país, en esta ocasión las manifestaciones no estuvieron protagonizadas por una clase media urbana en ciudades mayores como Teherán. Se trata, en cambio, de protestas menos concentradas, compuestas por jóvenes de clases bajas en una mucho mayor cantidad de localidades pequeñas. Plataformas como Telegram o Whatsapp fueron muy utilizadas para la organización de las manifestaciones. Las fotografías y videos eran rápidamente compartidos y, en muchos casos, viralizados.
Por tanto, hay que observar hasta donde llega la situación actual. Por ahora, la elevada dispersión de las protestas y su baja presencia en las ciudades mayores parece estar permitiendo su contención por parte del gobierno y, al momento de este escrito, parecen haber cedido en su mayor parte. Las fuerzas de seguridad permanecen absolutamente leales a la élite del país, encarnada sobre todo en el líder supremo, el Ayatola Khamenei. Y desde acá, vale la pena leer con atención y aprender de lo que sucede cuando las débiles condiciones económicas, las limitadas libertades políticas y la elevada corrupción, se cruzan con la frustración de las capas de jóvenes cuyo futuro, a veces, decidimos ignorar.