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“¿Qué es lo que les falló?, ¿Qué es lo que no calcularon?”. Así inició la conversación que tuve oportunidad de sostener hace unas semanas con el ministro exterior del Gobierno Regional del Kurdistán iraquí. Nos tocó sentarnos juntos en una sala de espera, rumbo a un foro de seguridad internacional, y no quise desaprovechar el momento para escuchar su punto de vista acerca de lo que yo entendía como el fracaso del referéndum por la independencia kurda convocado unos meses atrás. “Washington es lo que nos falló. Nunca creímos que iban a permitir que el ejército iraquí nos atacara, y que Irán, a través de las milicias que respalda, tomase posesión de una zona que controlábamos nosotros”. En unos minutos me describió el vacío que todos los actores de su región perciben a raíz de la presidencia de Trump. Por supuesto que de ese vacío ya hemos hablado. Pero sin duda, el tema tiende a exacerbarse. Solo el lunes, Putin visitó tres países de Medio Oriente y el martes, su ministro Exterior, Lavrov recibió al ministro exterior de un cuarto. Cuatro países y cuatro mensajes, todos con un tema común: allá donde Washington falta, Rusia está presente y dispuesta a ejercer su liderazgo. Interesantemente, en muchos medios y audiencias esto no se ha terminado de entender. La semana pasada recibí varios mensajes en Twitter afirmando que los “verdaderos” objetivos de Trump al reconocer a Jerusalén como capital de Israel son detonar una guerra para “favorecer los intereses de EU”. En el fondo, no es que Washington carezca de intereses estratégicos. Lo que pasa es que la Casa Blanca está comandada por una persona que no comparte la visión de muchos de sus estrategas y que hoy está mirando mucho más hacia adentro que hacia afuera (y que, además, está dispuesta a pagar el costo que ello conlleva).
Vale la pena retomar un momento clave en el debate vicepresidencial en 2016. Tim Kaine cuestionaba a Mike Pence, el actual vicepresidente, acerca de las declaraciones de Trump sobre Siria. En la óptica de Trump, Washington no tenía nada que estar haciendo en ese lejano país para derrocar a un presidente autoritario. Ya en varios discursos, el entonces candidato había afirmado que las intervenciones estadounidenses en Irak o en Libia habían sido un error, y que el mundo estaría mucho mejor si no se hubiera derrocado a Hussein o a Gaddafi. Al margen de esa discusión, lo rescatable en aquél debate es que tanto Kaine, el candidato a vicepresidente de Hillary, como Pence, coincidían en que EU no podía desentenderse de Siria pues ello provocaría un vacío que Rusia iba a llenar con velocidad. En ese tema, reconocía Pence, él mantenía una importante diferencia con su futuro jefe. De hecho, basta leer algo de lo que se ha filtrado, o bien diversos artículos, análisis o entrevistas con funcionarios de la Casa Blanca, para percatarse de que, en asuntos como Siria, Trump, influenciado por Bannon, sostiene un firme desacuerdo con casi todo el establishment de seguridad e inteligencia. Pero quien manda es él.
De modo que, si la semana pasada Trump decide reconocer a Jerusalén como capital de Israel, el presidente no está pensando en cómo “detonar un conflicto internacional” para “satisfacer sus intereses económicos” o “energéticos”, o activar un caos con el fin de luego “llegar a intervenir”. Trump no quiere intervenir. No porque sea “mejor” o “peor” que otros presidentes, sino porque desde su visión, Washington no saca nada de esas intervenciones y en cambio, tiene que pagar costos altísimos. Al pensar en Jerusalén, Trump está mirando mucho menos hacia Palestina, Israel, o Medio Oriente, y mucho más hacia adentro de su propia esfera, hacia los círculos evangélicos o hacia un sector específico de la comunidad judía en EU que le apoyó desde el inicio. Trump busca exhibirse como un presidente que, a diferencia de sus antecesores, sí cumple con sus promesas de campaña. Antes de él, como lo puso en su Twitter, todos eran “talk-talk”, puro hablar y prometer. Su palabra, en cambio, sí vale.
Lo que pasa es que mientras Trump se concentra en cuestiones internas, mientras se enfoca en las elecciones de Alabama, en sus pleitos de gabinete, en sus diferencias con el Congreso, en atender las múltiples demandas que la Casa Blanca enfrenta a partir de sus iniciativas contra migrantes, en resolver las disputas comerciales con actores económicos internos que sus renegociaciones han causado, en sus respuestas ante las investigaciones a su equipo por posibles lazos con los rusos; mientras Trump mira la televisión durante horas preocupado por lo que los medios van a opinar de su presidencia, o mientras se pone a tuitear en bata y bebe “Diet-Cokes” (NYT, 2017), otros actores con aspiraciones globales, deciden ocupar los vacíos que sus decisiones van dejando.
Como dijimos, esta semana, por ejemplo, Putin hizo gala de los nuevos niveles de influencia que Rusia se ha ganado en los últimos años. Todo ocurrió entre el lunes y el martes. Primero, Putin aterrizó en Siria, no en cualquier sitio, sino su base aérea, una instalación que en 2014 Moscú no tenía. Ahí, el presidente dijo a sus soldados que era hora de regresar a casa. Las victorias del Kremlin contra los rebeldes y contra ISIS, ya lo permitían. En el subtexto de su mensaje había dos componentes centrales: (a) Rusia había combatido al lado del presidente sirio, le había rescatado y había enterrado el “los días de Assad están contados” de Obama; y (b) Moscú, no Washington, es quien había derrotado a ISIS, y, por tanto, es Moscú, no Washington, quien determinará cómo termina el conflicto en ese país, y cómo quedan repartidas las zonas de influencia de las potencias victoriosas.
De ahí, Putin se fue a Egipto y luego a Turquía. Ambos, aliados militares de EU, pero ambos, distanciados de EU y coqueteando desde hace un tiempo con el Kremlin. Salvo que ahora, tras el anuncio de Trump sobre Jerusalén, hay mayor razón para intentar recoger el descontento que abunda en los países musulmanes y liderar la ofensiva discursiva contra Washington. Aquella decisión de Trump, dijo Putin, desestabiliza a Medio Oriente. Y en ese sentido, claro, Moscú es la fuerza estabilizadora. En Egipto, se firmó un acuerdo entre el Kremlin y El Cairo para comenzar a desarrollar la primera central nuclear egipcia, y en Ankara, el presidente ruso conversó con Erdogan sobre los próximos movimientos que habrán de darse en Siria. Al día siguiente, Lavrov estuvo con el ministro exterior de Libia y declaró que Moscú está “lista” para ayudar a resolver la crisis de ese país. Ya también en las últimas semanas, el Kremlin está manifestando su intención de asistir en la resolución del conflicto en Yemen. Y es que es obvio, Putin no solo ha logrado establecer canales de diálogo con cada uno de los aliados de Washington en la zona –como Arabia Saudita, Qatar, Egipto, Turquía o incluso el propio Israel--, sino que también tiene una elevada capacidad de influir sobre los rivales o enemigos de estos países como lo es Irán.
Así que, si se busca analizar las decisiones de Washington, lo primero es tratar de entender en qué es en lo que está pensando y cómo piensa quien hoy manda en la Casa Blanca, hay que tratar de desmenuzar cuáles son sus verdaderas prioridades, en qué ocupa su tiempo. Y ya luego, hay que observar cada una de las repercusiones de esas decisiones. La mayor parte, está a la vista. Otras, se empiezan a asomar.