Semáforos humanos. Esa es la mejor idea que se nos ocurrió a mis amigos y a mí el 20 de septiembre de 1985. No había semáforos eléctricos y la ciudad era un caos. Obviamente lo que se necesitaba, pensamos a nuestros 16 años, era alguien que ayudase a dirigir el tránsito. Lo hicimos durante un rato hasta que nos dimos cuenta que nadie nos hacía caso, y decidimos retirarnos. Llegamos a algo que parecía un intento de centro de acopio. “Allá, chavos, los sándwiches y las medicinas”. Todos giraban instrucciones y nadie seguía ninguna de ellas. “Analgésicos a esta caja. Antihistamínicos a esta otra. Antibióticos acá”. “Oiga doctor, ¿y cómo demonios debemos saber cuál es cuál?”, “Yo le digo”. Otra vez, cuando nos dimos cuenta de que solo estábamos revolviendo todo y no estábamos siendo de ayuda, mejor nos fuimos. Palas. Levantar escombros. Otro centro de acopio. Comprar, llevar, traer, dar aventones. Queríamos hacer no lo que fuera posible o lo que nos resultara cómodo, sino lo que fuera necesario. Estábamos seguros de que esa era la única forma de responder ante la tragedia que difícilmente, en esos primeros momentos, comprendíamos. Muchos años después, leí textos de expertos que explicaban que, en esos días, estaba emergiendo la sociedad civil organizada. Yo no sé si nosotros, a nuestros dieciséis, formábamos parte de ese maravilloso y sugerente concepto. Lo único que sé es que la tragedia nos había provocado un algo muy especial, diferente.
Supongo que se trataba de un sentimiento de amenaza colectiva. No había, al menos en mi mente y a esa edad, grupos particulares o específicos amenazados, sino un todo en riesgo, del que yo formaba parte. Y eso solo podía ser superado si sumábamos nuestros esfuerzos. Yo no sabía si era correcto que hubiese tenido que ocurrir semejante devastación para que finalmente experimentásemos lo que representaba esa percepción de amenaza generalizada y común. Lo que puedo asegurar es que nunca antes habíamos sentido algo así, y quizás eso es lo que nos llevaba a actuar de esa manera. No nos importaba un comino quién era quién, cuál era su “etiqueta”, “color”, “partido”, “clase” o grupo identitario. Es que no nos importaba nada. La persona entre escombros necesitaba ayuda y era el momento de ofrecérsela. Los voluntarios necesitaban un poco de agua. Los coches necesitaban semáforos y el doctor necesitaba que le clasificáramos los medicamentos. Así que no había más. Esas eran las tareas y nuestra comunidad nos requería como nunca antes en nuestras vidas. Con gobierno, sin gobierno, o a pesar del gobierno, íbamos a cumplir las funciones necesitadas. Esa es, con toda seguridad, la conciencia social –y política- que, dicen los expertos, estaba germinando, y que habría de cambiarnos para siempre.
Treinta y dos años después, una nueva tragedia nos toma por sorpresa. Somos, creo, mucho menos inocentes. Probablemente algo aprendimos. Probablemente no todo lo que teníamos que aprender. Tenemos muchas víctimas que lamentar y, aunque la intensidad –no la magnitud- de este sismo tiene pocos precedentes, tal vez nunca podremos perdonarnos si acaso pudimos evitar que la tragedia hubiese sido menor. De ahí, quizás, nace una vez más esta experiencia colectiva que de nueva cuenta va a marcar nuestras vidas y nuestra historia. Otro desamparo que nos es común. Y sí, las muestras de apoyo que brotan de las coladeras. Pocas personas quieren dejar de ser parte de la respuesta que nuestra sociedad está ofreciendo. Otra vez, con el gobierno, sin el gobierno, o a pesar del gobierno. Todos somos hormigas humanas, formamos cadenas kilométricas, manos que ayudan, que recolectan, que llevan y traen, que se rompen los dedos y los pies para mover un escombro y rescatar un alma que aún suspira. El Twitter lleno de “¿cómo ayudo?”, “¿en dónde dono?” “¿a quién le llevo?” “tengo moto y ofrezco transporte”, “tengo casa, ofrezco hospedaje”, “tengo Internet, ofrezco mi clave”, “soy paramédico”, “soy doctora”, “soy psicólogo”, solo díganme dónde, cómo, yo voy, yo llego. Cajas llenas que cargan camiones repletos. Brigadas de jóvenes hacia Morelos, hacia Puebla. Periodistas como el equipo de Horizontal haciendo un impresionante esfuerzo para recabar y aportar información indispensable de qué se requiere y qué no se requiere y en dónde. Se necesita equipo, acá va. Linternas, ¿cuántas?, Guantes, van. Tortas para los voluntarios. “Carguen mi camión por favor”, “Pero ¿qué le echamos?”, “Lo que sea, pero cárguenlo”, “¿Bueno, pero a dónde va?... para saber qué echamos”, “Voy a donde ustedes me pidan que vaya a llevar lo que se necesite llevar”. Son los puños que se alzan cuando se requiere callar para detectar si una persona sigue con vida. Un puño emerge, y en un instante se convierte en mil puños y en miles de silencios.
Este es el nosotros del que muchos hablamos (ver www.nosotrxs.org, de donde se extraen algunas de estas ideas). En México somos muchas cosas, es verdad. Somos la corrupción, la impunidad, la ilegalidad, la inequidad; somos el sistema que nos mata. Pero también somos esto otro que en estos tiempos brilla. Nuestra capacidad de producir y desbordar solidaridad en la tragedia debe hacernos reflexionar, treinta y dos años después, en cuánta de esa solidaridad que nos sobra, dejamos de desplegar durante nuestra realidad cotidiana. Nuestra clase política debe leerlo bien. Pero no es para ellos el mensaje. La política no es suya. El sistema no es suyo. El poder no es suyo. Es de nosotros. Los que hoy formamos cadenas humanas interminables, los que hicimos los miles de silencios, y los que elegimos no dormir si los detectores térmicos ubican un alma en vida que nos necesita.