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Hace unos días, Andrés Oppenheimer escribió que Trump podría estar próximamente designando a algunos cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Posteriormente, el autor entra en un debate acerca de si hay o no hay terrorismo en México, el cual a muchos nos recuerda lo que hemos discutido desde 2010. Por un lado, porque ya desde entonces, autoridades estadounidenses, especialmente del Departamento de Estado y su secretaria Clinton, hacían uso de un discurso similar. Y, por otro lado, debido a que, también desde entonces, algunos de quienes nos especializamos en seguridad internacional y terrorismo, comenzamos a escribir al respecto y, sobre todo, a tratar de entender qué es lo que ocurría en México en ese tema. Aprovecho el espacio de hoy para recuperar algunos elementos de los que he escrito en prensa y en mi último libro (Organized Crime, Fear and Peacebuilding In Mexico, Palgrave MacMillan, 2018).
Entiendo y comparto la preocupación de Oppenheimer y muchos más sobre la posibilidad de que EEUU designe a determinados cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. En ese sentido, el terrorismo más que una categoría de violencia, es empleado como etiqueta política para favorecer, respaldar o impulsar determinadas agendas. Por ejemplo, ahora mismo hay un debate en la Casa Blanca acerca de si nombrar a las Guardias Revolucionarias de Irán como grupo terrorista. Ello significaría la primera vez en la historia que se emplea esa denominación para designar a un cuerpo que pertenece al ejército de un estado. El punto, sin embargo, es que el uso de esa etiqueta por parte de Washington no nos dice nada acerca de si ese cuerpo utiliza o no utiliza el terrorismo como táctica. Lo único que nos dice es que la Casa Blanca tiene toda intención de lanzar una ofensiva en contra de esa agrupación y el país al que pertenece, lo que puede incluir desde medidas económicas como sanciones, hasta acciones mucho más invasivas como operativos en países extranjeros que son justificados bajo la aplicación de leyes extraterritoriales. Ese es el riesgo que corre nuestro país y en efecto, es preocupante, sobre todo porque como lo indica correctamente Oppenheimer, no hay hasta el momento, amenazas creíbles de la presencia o colaboración de grupos terroristas internacionales con agrupaciones mexicanas.
Dicho lo anterior, hay un ángulo menos político en relación con el tema. Podríamos decir que el otro riesgo es caer en el error de pensar que, debido al discurso de Hilary Clinton o de Trump y al uso político que se da a la palabra “terrorismo”, el fenómeno en sí mismo no existe. Es decir, si bien es verdad que en México difícilmente podemos hablar de terrorismo clásico, hay una gran cantidad de ataques que se asemejan a esa clase de violencia en muchos sentidos.
Si pensamos en el terrorismo como el uso intencional y premeditado de la fuerza contra civiles o no-combatientes por parte de un actor subestatal, con el objeto de inducir un estado de terror en una sociedad o en partes de ella a fin de canalizar, a través de ese miedo colectivo, determinados mensajes o reivindicaciones para ejercer presión en ciertos actores políticos o en tomadores de decisiones, y a través de ello conseguir acercarse a sus metas, entonces podríamos detectar la presencia de algunos de esos elementos (aunque no todos) en ciertos ataques de los cometidos en México por parte de las organizaciones criminales, elementos que se encuentran presentes en distintos grados y combinaciones. Piense usted por ejemplo en la detonación de granadas en el zócalo de Morelia en una ceremonia del grito de la Independencia, el lanzamiento de un coche bomba a una estación de la policía, el lanzamiento de explosivos en las instalaciones de un acuario lleno de familias, o el incendio de un casino lleno de clientes a plena luz del día, solo por citar unos casos.
Esto puede ser rebatido a partir de uno de los factores más encontrados en las definiciones de terrorismo: su motivación eminentemente política (ideológica y/o religiosa). Sin embargo, es posible polemizar con ese criterio desde al menos dos ángulos diferentes.
Primero, aunque el terrorismo clásico es normalmente entendido como una violencia políticamente motivada, esta conceptualización ha evolucionado con el tiempo. Varios autores han extendido sus definiciones para incluir motivaciones económicas. La base de datos más empleada para medir al terrorismo a nivel global (START, Universidad de Maryland) y el Instituto para la Economía y la Paz que publica el Índice Global de Terrorismo, están entre quienes han extendido los criterios tradicionales para incluir motivaciones como las económicas.
Segundo, incluso si no fuese así, es difícil sostener que lo único que mueve a determinadas organizaciones criminales en México sea el dinero. Hay momentos en donde la frontera entre lo económico y lo político parece desdibujarse y se aproxima mucho más a una verdadera disputa por el poder. En ocasiones la motivación de un acto tiene que ver más bien con elementos como la humillación, la venganza, o por supuesto, la dominación. Hay instancias en las que un grupo criminal asesina a periodistas, o ataca con granadas las instalaciones de un medio de comunicación con el objeto de que la información se ajuste a lo que el grupo criminal desea que se informe. A veces se exige callar, a veces se exige emitir determinado discurso. En ocasiones se busca emplear la violencia contra ciudadanos para influir en elecciones, en la toma de decisiones, o bien, simplemente se cometen ataques con el fin de que los actores políticos no piensen siquiera en disputar a determinada organización el control de su zona.
Considere usted este ejemplo. Un video en YouTube. Un grupo de individuos de apariencia enorme y fornida, vestidos con uniforme militar y portando, todos, armas tipo AK47, rodean a una persona, un civil, un funcionario de cierto gobierno estatal. Se trata de un interrogatorio filmado, en donde al individuo se le obliga a reconocer que trabaja para una banda criminal opuesta a la que está llevando a cabo el interrogatorio. Acto seguido, el civil es asesinado frente a las cámaras. El video de YouTube contaba cuando este autor lo vio, con millones de visitas, lo que significa que el acto ha sido atestiguado, como era el propósito de los perpetradores, por amplísimas audiencias, las cuales rebasan, obviamente, a la banda criminal enemiga o a las autoridades del gobierno estatal. Una cosa es entonces la comisión de la violencia (el asesinato), y otra cosa es filmar el acto y subirlo a YouTube.
Eso nos lleva a un elemento clave: En un acto terrorista clásico, el blanco real del ataque no son las lamentables víctimas directas, sino los terceros que atestiguan el hecho pues el propósito no es matar, sino intimidar a una sociedad completa. Las víctimas directas son solo instrumentos en la consecución de ese fin. Podríamos entonces preguntarnos quién o quiénes son los blancos reales de un hecho de violencia como el que se acaba de describir. Sin duda, en ese caso específico, hay un mensaje para la organización criminal enemiga de quienes perpetran el acto. También hay un mensaje para ciertas autoridades acerca de quién tiene realmente el control y el poder. Pero el mensaje no termina ahí. En ese acto hay, también, un mensaje de poder cuyo destinatario es la sociedad toda, los millones de personas que tienen acceso a ese video y que, como consecuencia directa, se encuentran sujetos a efectos psicosociales de elevada magnitud.
¿Es ese hecho un acto de terrorismo? Mi conclusión, a lo largo de los años, ha sido que simplemente llamar a esos hechos “terrorismo” o “narcoterrorismo” conlleva importantes dificultades porque sus características no se ajustan del todo a lo que tradicionalmente se entiende por ese término. Sin embargo, debido a la presencia de un considerable número de elementos que sí nos remiten a esa clase de violencia, mi alternativa ha sido denominar a estos hechos como actos de “cuasi-terrorismo”. Brian Phillips, experto en terrorismo del CIDE, ha preferido llamar a este tipo de hechos, “tácticas terroristas” empleadas por organizaciones criminales.
Sea cual sea el caso, podemos coincidir en que: (a) Se trata de eventos específicos en los cuales la violencia no solo es cometida, sino publicitada, e incluso, en ocasiones, es cometida justamente con el objetivo de buscar que sea publicitada; (b) El propósito de publicitarla es inducir un estado de miedo en terceros a fin de canalizar, a través de ese miedo, uno o varios mensajes que incluyen la idea de quién está realmente en control de determinada zona, o cuáles son las consecuencias de no someterse al grupo perpetrador a fin de ejercer presión psicológica en determinados actores; (c) El blanco de esos mensajes puede ser otra banda criminal, puede ser la autoridad o sus fuerzas de seguridad, puede ser alguno o varios medios de comunicación, pueden ser ciertos sectores de una sociedad tales como los empresarios u organizaciones distintas, puede ser la sociedad en su conjunto, o bien, puede ser una combinación de los blancos mencionados; por último, (d) Hay una serie de efectos psicosociales, los cuales hasta 2011 se encontraban vastamente inexplorados, que son ocasionados por estos actos premeditados, y/o son el resultado de otra serie de hechos de violencia en el país (o bien, de la combinación de ambas cosas). A este último tema, dedicamos buena parte de nuestros recientes años de investigación. Seguiremos compartiendo más al respecto.