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Ya sabemos que Trump lleva la conversación hacia donde quiere llevarla, y frecuentemente causa que sus adversarios o contrapartes se metan precisamente en el terreno que él desea meterlos. Su discurso polariza y provoca conflicto, justo el territorio en el que mejor se mueve ese presidente. Estos días estamos viendo un claro ejemplo. Mediante una andanada de tuits, Trump ha estado diciendo a un grupo de cuatro jóvenes congresistas demócratas—que pertenecen a minorías distintas y quienes continuamente chocan con el establishment de su propio partido—que deberían “regresarse” a los “lugares fracturados” de donde vinieron, en lugar de “decir a los estadounidenses cómo conducir su gobierno”. Estas congresistas, dice Trump, “vienen de países cuyos gobiernos son una catástrofe completa y total, los peores, los más corruptos e ineptos”, siendo que tres de ellas son nacidas en EEUU y solo una es refugiada de Somalia, naturalizada estadounidense. Pero eso no importa porque en el mundo de la post verdad, Trump no necesita aportar hechos, datos o cifras, sino tan solo poner en la agenda lo que tanto él como muchas personas en su país “sienten” que es verdad. Todo lo que requiere es elevar desde su Twitter temas que apelan a prejuicios, que provocan sentimientos como miedo, resentimiento, enojo u odio, para entonces atizar a sus seguidores y a la vez, enardecer a sus oponentes políticos y hacerles caer en la trampa. Como es natural, los demócratas lo condenan, los intelectuales y los liberales levantan la voz afirmando que esta vez ha cruzado todos los límites. Pero lo que termina pasando es una historia que ya conocemos y que se requiere revisitar con todo y sus repercusiones de largo plazo, si no se quiere repetir los errores del pasado.
Primero está la base dura de Trump. Esa base confluye con los planteamientos básicos de su “Estados Unidos Primero” y “Hacer a Estados Unidos Grande Otra Vez”, una base que se siente alienada, traicionada por las élites de Washington, motivada por casi cada una de las decisiones de Trump cuando amenaza a otros gobiernos, cuando impone aranceles, cuando critica a los presidentes anteriores por débiles e ineficaces, cuando se retira de acuerdos internacionales. Independientemente de que se esté o no se esté de acuerdo con ellas—y sabemos que muchos miembros de la estructura demócrata tradicional no lo están—cuando Trump acusa a estas cuatro congresistas de ser “antiamericanas”, de odiar al país, y les dice que deben regresarse a los sitios de “donde vienen”, cuando llama “extranjeros” a descendientes de inmigrantes, cuando denuncia el “socialismo” en el partido demócrata, o cuando apela al imaginario del Estados Unidos blanco y anglosajón, esta base resulta particularmente encantada. Finalmente hay un presidente que dice lo que este segmento de la sociedad siente y no podía ser abiertamente expresado.
Luego, está otro sector de su base, los evangélicos, quienes han resultado muy beneficiados por decisiones de Trump como la designación de magistrados conservadores para la Suprema Corte de Justicia, o su embate en contra del aborto. A estos evangélicos es a quienes Trump principalmente habla cuando apoya a Israel, cuando mueve su embajada en ese país de Tel Aviv a Jerusalén, o cuando critica de antisemitas y anti israelíes a las cuatro congresistas demócratas mencionadas (obviando, por cierto, que los atentados terroristas cometidos en EEUU recientemente contra judíos, han sido perpetrados por extremistas de derecha supremacistas blancos, no por musulmanes o inmigrantes; de hecho, hay que mencionar que la amplia mayoría de la comunidad judía en EEUU no votó por Trump ni favorece sus políticas).
Después, hay otra gran porción en el partido republicano que quizás no está de acuerdo con todo lo que Trump dice o piensa, con su forma de expresarse o sus modos. Tampoco coincide con él en algunos temas de política exterior o seguridad internacional. Sin embargo, en el fondo, estos republicanos también terminan beneficiados de sus decisiones. Al final, se trata de un amplio sector que apoya políticas como el muro, las fronteras cerradas y la dureza en la política de inmigración. Vale la pena recordar que 7 de cada 10 personas que votaron por el partido republicano en las últimas elecciones consideraban el tema migratorio como su principal preocupación. Es por este tipo de consideraciones por las que muy pocos políticos republicanos criticaron los recientes tuits de Trump. Los que lo hicieron, apenas criticaban su lenguaje o sus formas, y más bien enfatizaban sus diferencias con las congresistas demócratas. Saben que ese presidente y sus ideas, en la actualidad, son bastante más populares que ellos, saben que los republicanos que se oponen a Trump no terminan muy bien parados entre sus electores y en cambio, que este tipo de estrategias que etiquetan a los demócratas como “radicales”, son enormemente eficaces entre el electorado.
Por último, existe eso que muchos llamamos “el pequeño Trump” que una parte de la sociedad estadounidense lleva dentro. Acá podemos citar ya un estudio a nivel nacional efectuado por Harvard/Harris en mayo, el cual indica que, para la mayor parte del electorado, no solo para los republicanos, el problema más importante a resolver es el de la inmigración, por encima de la seguridad social, la economía, el empleo, el terrorismo o la seguridad nacional. Más aún, un estudio reciente de dos investigadores, Algara y Hale, halló altos niveles de resentimiento racial entre votantes blancos, incluidos demócratas. El estudio revela que mientras más se encuentra presente ese resentimiento, más probable es que esos demócratas terminen votando por el partido republicano. Una hipótesis es que ese es el sector más difícil de detectar en las encuestas porque se trata de personas a quienes no es fácil confesar que van a votar por Trump o quienes quizás se encuentran dudosos hasta el último momento.
El caso es que Trump está todo el tiempo buscando comunicarse con ese tipo de audiencia-objetivo, entiende bien sus sentimientos, y sabe cómo hacer contacto no solo con resentimientos raciales, sino con prejuicios y con miedos. Si dice abiertamente que los estadounidenses naturalizados, o los hijos de inmigrantes son extranjeros y que deberían regresarse a sus países antes de ponerse a criticar al gobierno, hay muchas personas que coinciden con él—muchas más de las que a veces creemos—pero que no necesariamente lo expresan. Es más, algunos abiertamente sí critican al presidente por su lenguaje, pero en el fondo, tienden a pensar de forma similar.
En suma, cuando Trump hace que la conversación se lleve a este lugar y consigue que ahí se mantenga durante días (o meses), entonces, ocurren al menos dos repercusiones que tendrían que ser consideradas. La primera: su discurso le produce apoyo, incluso entre determinados sectores del partido demócrata. A pesar de las condenas, a pesar de los artículos del New York Times, el Washington Post y tantos medios más, a pesar de todos los actores que lo critican y lo denuncian, puesto que esas denuncias y condenas acaban obteniendo la aprobación de un sector que ya está convencido de que no quiere a Trump como presidente. La segunda, mucho más grave: se fortalecen sesgos y prejuicios en la base de la “pirámide del odio” (Anti Defamation League, 2019), que permiten que, en casos específicos, determinadas personas vayan ascendiendo peldaños o escalones en su radicalización. En otras palabras, se favorece un entorno que eventualmente facilita el que ciertos individuos cometan actos violentos. Ya en la semana estuvimos viendo los gritos enardecidos de “¡Regrésenla! ¡Regrésenla!” en los mítines de Trump, en los que los participantes gritaban que manden de vuelta a la congresista Ilhan Omar a Somalia. El dramático ascenso en los crímenes de odio desde que Trump asumió la presidencia no es casual. Es tiempo de aprender de estas lecciones y encontrar formas para no permitir a ese personaje guiar los temas de conversación hacia donde quiere llevarlos.
Analista internacional.
Twitter: @maurimm