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Dado que el tema de las guerras comerciales parece estarse convirtiendo en la nueva normalidad, vale la pena reflexionar un poco acerca de su connotación de “guerra”, más allá de lo comercial. Es decir, queda claro que en este tipo de conflictos no hay violencia física, o ataques que ocasionan muertes o heridos. Sin embargo, se les denomina “guerras” no únicamente porque se trata de choques—en este caso comerciales—entre dos o más partes, sino porque conllevan una serie de elementos que se asemejan a los enfrentamientos bélicos. Entender muy bien cómo funcionan estos elementos es una condición indispensable tanto para estar preparados como para repensar un sistema que minimice la posibilidad de escenarios de confrontación.
Primero, en la teoría clásica sobre la materia, Clausewitz nos explica que la guerra es la continuación de la política por otros medios (y que la política es la continuación de la guerra por medios pacíficos). No es muy distinto en una guerra comercial. Un país que se asume con poder y pretende negociar bajo sus términos o condiciones, puede primero amenazar con implementar aranceles, y luego, solo si sus amenazas no funcionan, abandona la política y despliega sus fuerzas aplicando esos aranceles buscando regresar nuevamente a la negociación, ahora bajo mayor presión. Sin embargo, siguiendo a Clausewitz, el objetivo último no es combatir, ese es solo el instrumento táctico para conseguir las metas mayores. Es por ello, según ese autor, que, en las guerras tradicionales, los políticos, y no los militares, deben liderar la toma las decisiones importantes. Las guerras no se ganan enfocándose o ganando una o dos batallas, sino en el plazo mayor, en el plano estratégico. Por lo tanto, a quienes toca librar una guerra comercial debe quedar muy clara la planeación táctica y la planeación estratégica. Se debe entender muy bien en qué punto es necesario combatir o defenderse, y en cambio, cuáles son los tiempos para emplear la política. Caer en el común error de empezar (o responder ante) guerras que luego no se sabe cómo terminar es dejarse envolver justamente por una lógica que se sale de las manos y que debiera evitarse.
Por eso Kenneth Waltz decía que en una guerra nadie gana, solo hay distintos grados de pérdida. Y en efecto, en una guerra comercial también hay daños y hay víctimas. Los hay en el país rival, y los hay en el propio, mucho más en un entorno globalizado en el que vivimos. Es precisamente el nivel de interconexión de las economías lo que hace posible que una guerra comercial pueda ser luchada. Amenazar con tarifas arancelarias a un país con el que no se comercia no tendría sentido. Ello implica que cada una de las partes debe estimar correctamente las potenciales consecuencias negativas que sufriría de desatarse la espiral. La decisión de combatir (o continuar el combate) o bien, en su caso, presentar la rendición y aceptar negociar términos desfavorables, pasa por sopesar los costos de pelear, en contraste con las potenciales ganancias de hacerlo. Esto es debido a que tal y como sucede en un enfrentamiento armado, una guerra comercial se caracteriza por espirales ascendentes, una situación en la que a cada acción corresponde una reacción la cual, a su vez, desata más reacciones, ocasionando cada vez más víctimas y consecuencias negativas para las economías.
En ese sentido, una guerra comercial está también plagada de factores psicológicos como las demostraciones de poder y los intentos por provocar miedo en la contraparte. Esto supone, entre otras cosas, mostrarse como un actor que no solo tiene fuerza, sino que está dispuesto a emplearla a pesar de las potenciales consecuencias negativas que el despliegue de esa guerra tendría para la propia economía o para determinados sectores en el propio país que inicia las hostilidades. Por eso parece esencial para un personaje como Trump proyectarse como creíble (no solo en el campo comercial). Cada vez que emite amenazas descabelladas y no las cumple, pierde puntos de credibilidad. Sin embargo, cada vez que sí cumple con ese tipo de amenazas, incluso cuando muchos pensaban que no cruzaría ciertas líneas, se muestra como un actor dispuesto a todo, a quien no importa conflictuarse interna o externamente por sus medidas. Esto a su vez ocasiona efectos colaterales como pánico en los mercados, fugas de capitales, y produce presión en sus rivales a la hora de negociar los términos de “no agresión” o de “cese al fuego”, y, sobre todo, puede ocasionar que las tácticas de defensa o contraataque parezcan débiles o huecas. Por consiguiente, librar una guerra comercial implica el despliegue de herramientas psicológicas, el uso de contramedidas para contener las amenazas y la intimidación, ideas creativas para controlar la conversación en los medios y la opinión pública, para atenuar el pánico y para comunicar eficazmente el poder que se tiene (o incluso el que no se tiene) a fin de disuadir a la contraparte de potenciales ataques, y orillarla a la mesa de negociación bajo términos de paridad. Sobra decir que en la medida en que se carece de herramientas para combatir esta dimensión psicológica de una guerra comercial, la posición de desventaja se hace evidente con todas las consecuencias que ello implica.
Por ello es indispensable estimar adecuadamente las capacidades propias reales, entender perfectamente bien los recursos con los que se cuenta y también con los que no se cuenta, así como estimar adecuadamente las capacidades del rival. Esto incluye tanto el rubro económico y comercial como otro tipo de ámbitos puesto que a veces, ya sea como complemento de combate o bien, a falta de posibilidad de ejercer represalias suficientes en la esfera comercial, es común que los países echen mano de otro tipo de herramientas. En teoría, la preparación para una guerra comercial implicaría un diseño estratégico que permitiese fortalecer las capacidades reales para combatirla. Esto es porque el rival también está midiendo continuamente la fuerza real de su oponente y no siempre funciona intentar proyectar un poder que no se tiene.
Por último, no solo hay que ocuparse de estudiar la guerra, sino que se requiere dedicar tiempo y esfuerzo para tratar de entender la paz. Y como lo hemos explicado en este espacio, la paz no consiste exclusivamente de la ausencia de guerra o violencia (una noción que se distancia, por cierto, de Clausewitz). En su aspecto positivo la paz consta de “actitudes, instituciones y estructuras que la crean y la sostienen” (IEP, 2019). Por tanto, no solo se trata de ocuparnos en cómo “luchar” mejor las guerras comerciales, o cómo lograr “ceses de hostilidades” que terminan siendo provisionales, sino que es necesario repensar en cómo se construye la paz comercial (y en qué es lo que ha fallado del sistema para que esa paz se hubiese quebrantado). Hay que entender qué es lo que debilitó las estructuras y los arreglos institucionales que hemos edificado a lo largo de décadas, y hay que reconstruirlos o idear nuevos, tome el tiempo que tome, para impedir que este tipo de confrontaciones de consecuencias globales puedan ser empleadas como instrumentos políticos o electorales, o que respondan a las visiones o caprichos de personas específicas.
Twitter: @maurimm