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Mientras nos centramos en la guerra comercial China-EEUU, están ocurriendo procesos históricos de los que no siempre nos percatamos. Este es el tema central: los dos grandes rivales geopolíticos son también dos grandes socios que dependen altamente el uno del otro, lo cual ocasiona que el conflicto que naturalmente emerge entre ambos, tenga que coexistir con incentivos para cooperar a pesar de su rivalidad. Esto podría estar ahora cambiando. Es posible que, finalmente, estemos ante el inicio de un largo proceso de desvinculación y disociación entre sus economías, proceso que, de seguir el curso que lleva, podría reducir la interdependencia que actualmente existe entre ambos países, e incubar el potencial de riesgos que hoy no tenemos sobre la mesa, o no al grado al que podrían llegar. En palabras simples, los momentos actuales van más allá de una guerra comercial, y quizás indican que los factores que confrontan a esos dos titanes están venciendo a los lazos que les atan. Algunas notas al respecto:
Primero, el factor Trump. Es importante entender que cuando un personaje con las características específicas del actual presidente impone aranceles argumentando que quiere reducir el déficit comercial que EEUU tiene con China o erradicar el comercio injusto, no está precisamente pensando en geopolítica, sino en política (y no es lo mismo). En la mente de Trump están temas como “America First” (Estados Unidos Primero), mostrarse como un presidente que cumple con su base y sus compromisos de campaña, que “cuida” a los trabajadores estadounidenses. Trump quiere reelegirse y pasar a la historia como el presidente que combatió todos los “tratos injustos” de que la superpotencia ha sido sujeta por parte de otros países que se han “aprovechado” de la “ineficacia” de mandatarios previos, republicanos y demócratas por igual. Lo que sucede es que, en el caso concreto de China, resulta que la visión de Trump hoy tiene varios puntos de coincidencia con otros actores en Washington (como Bolton o Pompeo) quienes sí están pensando en cómo reorientar la estrategia de largo plazo de la máxima superpotencia para contener la expansión de China, la potencia emergente. Hay otros ámbitos, como Siria o Afganistán, en donde este espíritu de Trump por mostrarse como un presidente que cumple en lo inmediato con su base, choca de frente con estos mismos estrategas en Washington que buscan afianzar la posición de la superpotencia hacia el futuro.
Segundo, el cruce de precepciones. De acuerdo con declaraciones, textos y análisis efectuados desde al menos 2010, Estados Unidos es percibido en China como una superpotencia en declive, lo que entre otras cosas se manifiesta en su repliegue relativo de distintas áreas y temas globales. Para Beijing, por factores que van desde lo financiero hasta lo político, Washington (desde antes de Trump) ya no puede ni quiere estar involucrada en todas partes del planeta al mismo tiempo. Este comportamiento genera vacíos y áreas de oportunidad no solo en temas militares sino en cuestiones de inversión de infraestructura, influencia económica, financiera, tecnológica, política y diplomática, entre otras. Como ha quedado claro en los últimos años, China está dispuesta a aprovechar esos vacíos, y ocupar el espacio que percibe que merece su capacidad económica y militar. Sin embargo, desde la óptica china, esto no tiene necesariamente que provocar choques. Beijing, en palabras de académicos chinos que escuchamos en un foro hace unos meses, está siendo incorrectamente percibida en Occidente como “expansionista”, cuando lo que en realidad persigue, en su visión, es tan solo ser más independiente y menos vulnerable a las crisis en Occidente. Así, iniciativas como la “Nueva Ruta de la Seda” o “Made in China 2025”, no pretenden “dominar” al mundo, sino posicionar a Beijing como una potencia que, si bien tiene intereses, es perfectamente capaz de cooperar en beneficio de todas las partes.
Esto, obviamente, no está siendo percibido de este modo en Washington. En la perspectiva de distintos actores ubicados en el Pentágono, las agencias de seguridad, la Cámara de Representantes, el Senado y por supuesto, en la Casa Blanca, además de espacios de reflexión y análisis, China detectó muy a tiempo que Estados Unidos estaba demasiado concentrado en su lucha contra el terrorismo (desde al menos 2001). Esta brutal distracción ha sido aprovechada por Beijing para avanzar en distintas esferas, como la tecnológica, sin que EEUU dedicase los suficientes recursos y esfuerzos para contener su progreso. Desde esta óptica, China es un rival más poderoso que Rusia. Un adversario que despliega cada uno de sus pasos con menor agresión, mucha más pausa, pero también de manera más planeada, mirando hacia el largo plazo, a fin de ir paulatinamente permeando mediante su poder duro y suave todas las regiones del mundo. De esa percepción procede el viraje del 2018, año en el cual la Estrategia de Seguridad Nacional estadounidense dejó de considerar al terrorismo como su principal amenaza, señalando a Rusia y en especial a China como los mayores riesgos que Washington debe contrarrestar. Esta perspectiva fue expuesta con toda claridad por el vicepresidente Mike Pence en el Instituto Hudson apenas en octubre.
Tercero, la interdependencia. Quizás el elemento que más distingue a este momento de la historia, de otros en los que una potencia emergente choca con la potencia dominante, es el grado de interconexión existente entre EEUU y China en tiempos de globalización y segmentación transnacional de los procesos productivos.
Desde hace décadas, China se volvió la “fábrica” de Estados Unidos, lo que le tenía hasta hace unas semanas como su mayor socio comercial. Los flujos de mercancía y dinero que entretejen a ambas economías producen intereses de enorme peso. Como decía Enrique Quintana esta semana, China está presente de una forma u otra en una gran parte de los productos que se usan y consumen en EEUU. A la vez, China es el mayor acreedor de la deuda estadounidense, lo que les hace aún más codependientes: el que debe siempre es vulnerable ante el acreedor, pero el acreedor necesita que quien le debe tenga estabilidad. Esta serie de factores propician, al menos en teoría, que ambos países se vean forzados a negociar y cooperar, y a la vez, tienden a desincentivar el conflicto que naturalmente brota cuando dos potencias de ese tamaño tienen tantos intereses encontrados.
Esta es la importancia de los eventos que estamos viviendo. De no detenerse—pronto—la escalada actual, se podría estar colocando las primeras semillas de la desvinculación o disociación entre ambas economías, lo que podría eventualmente reducir los beneficios que ambas encuentran hoy para seguir negociando y evitar el conflicto.
Esto no implica que estemos previendo un enfrentamiento armado entre estas superpotencias. No olvidemos que se trata de dos grandes poderes nucleares que no tienen el menor interés en activar una guerra que podría terminar con su destrucción y que en ese sentido, están destinadas a seguir negociando, aunque de otras formas. Sin embargo, los temas que hoy ya las confrontan tenderán a aumentar e intensificarse. Esto incluye desde potenciales incrementos de ciberataques o guerras de información, hasta una mayor competencia no amigable para influir en diversas regiones del globo. Por ejemplo, mientras el conflicto Beijing-Washington siga subiendo de nivel, China se mostrará menos cooperativa para hacer que la presión y las sanciones de EEUU contra Corea del Norte, contra Irán o posiblemente contra Maduro funcionen, provocando fuertes dolores de cabeza a la Casa Blanca. Además de ello, está la carrera militar (la cual incluye, pero no se limita a lo nuclear)—ahora con menos alicientes para cooperar en esos temas—o los posibles choques por el posicionamiento chino en territorios en disputa en sus mares colindantes, o incluso los despliegues del ejército de ese país en sitios tan lejanos como África. El punto es que, bajo condiciones de una menor interdependencia, se incrementa el riesgo de que un solo incidente, un error de cálculo, o una percepción equivocada, active un conflicto de mayor nivel. Quienes están proponiendo y empujando la desvinculación, piensan que no hay opción y que es necesario correr ese tipo de riesgos. Hay otros que piensan que aún se está a tiempo de negociar salidas alternativas. Pero tenemos que estar conscientes que de lo que está hablando va mucho más allá del comercio.