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Después de 17 años en los que han tenido lugar dos grandes intervenciones militares multinacionales, decenas de otras intervenciones menores, bombardeos contra cuarteles, posiciones, bases, individuos, descabezamientos de agrupaciones, operativos secretos, aplicación extraterritorial de leyes, encarcelamiento y tortura de sospechosos, polémicas medidas de ciberseguridad y ciberespionaje a ciudadanos de decenas de países, cumbres, foros y conferencias, cientos de medidas para detectar y prevenir el financiamiento de organizaciones ilícitas, entre muchas acciones más, después de todo eso, hoy, septiembre del 2018, el mundo padece no menos, sino más, mucha más, actividad terrorista que en 2001. Por tanto, además de estudiar y desmenuzar los datos, la falta de eficacia demostrada a lo largo de estos 17 años debería propiciar una lectura más fina del terrorismo a fin de elaborar mejores diagnósticos y diseñar estrategias alternativas para si no erradicar, al menos atenuar el impacto de esta clase de violencia. Revisemos parte de la más reciente información.
Afortunadamente, según la mayor base de datos sobre terrorismo a nivel global a cargo del Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y Respuestas al Terrorismo (START) de la Universidad de Maryland, el último año—2017—muestra la tercera caída anual consecutiva en cuanto a número de actos terroristas y número de muertes por esa violencia. El año 2014, cuando ISIS se encontraba en su pico en Siria e Irak, presentó los números históricos más elevados de actividad terrorista. Esto fue cambiando conforme esa agrupación fue combatida y el territorio que controlaba en esos dos países le fue arrebatado. El otro grupo que en aquél 2014 se llevaba los reflectores por el número de muertes producidas era Boko Haram, tristemente famoso por sus secuestros masivos de niñas, pero enormemente letal en otros tipos de actos. El gobierno nigeriano desde entonces, auxiliado por varios países, incluido EU, ha llevado a cabo un combate relativamente eficaz contra esa organización. Estos factores explican, en buena medida, la caída de los últimos años: 40% menos muertes en 2017 que en 2014.
Dicho lo anterior, es necesario afrontar los siguientes datos: (a) El número de muertes ocurridas por terrorismo en 2017 (26,000) sigue siendo altísimo. Solo comparándolo con 2012, cinco años atrás, hay 70% más fatalidades. Y si lo contrastamos con 2001, cuando ocurrieron los atentados terroristas del 9/11, hoy tenemos aproximadamente 600% más ataques y 400% más fatalidades que en aquél año; (b) Al Qaeda sigue viva a pesar de todo lo que se ha invertido en su destrucción. Se trata de una compleja organización con filiales ubicadas en cantidad de países como Somalia, en donde ocurrió el ataque más mortífero del 2017. Una de esas filiales derivó en eso que hoy conocemos como ISIS; (c) Esa agrupación, ISIS, la mayor perpetradora de los últimos años, también sigue viva a pesar de haber perdido el territorio que controlaba en Siria y en Irak. Dos reportes separados, publicados este mismo mes, indican que la organización conserva de 25 a 30 mil combatientes (un número no demasiado distinto al de 2014, cuando estaba en su pico, y mucho más elevado de lo que se estimaba), quienes están ocultos ya sea en los mismos centros de operaciones, Irak y Siria, en sus diversas filiales, o guardándose como células durmientes en 26 países distintos, dispuestos a atacar cuando menos se les espere; (d) Además, el último reporte de START revela que en 2017 hay al menos 20 grupos perpetradores adicionales a los que había en 2016, lo que refleja que los procesos de radicalización en sociedades varias siguen operando y creciendo, elevando los riesgos futuros.
Los elementos anteriores nos ofrecen un panorama ambiguo y esta es la principal razón: el terrorismo es un fenómeno de altísima concentración, cuya mayor incidencia tiene lugar principalmente en países que padecen inestabilidad política o conflicto armado de alguna índole. Salvo los atentados del 2001, el número de muertes por terrorismo en Estados Unidos es relativamente bajo. De hecho, según los datos del Índice Global de Terrorismo del 2017, menos del 2% de muertes por terrorismo ocurren en países occidentales. En cambio, según la base de datos de START publicada hace un mes, solo tres países sufren más de la mitad de ataques terroristas en el mundo: Irak, Afganistán y Siria, y un puñado de otros siete, padecen el 25%. Esto no implica que otros países no reciban el golpe. Al revés, el número de países que sufren cuando menos un ataque terrorista ha aumentado en los últimos años a 77. Lo que sucede es que, si en alguno de los sitios de mayor concentración se consigue mermar a algún grupo perpetrador, las cifras se mueven considerablemente.
Aún así, el terrorismo no es, como tal, un tipo de violencia material, sino un tipo de estrategia que utiliza la violencia material únicamente como instrumento a fin de provocar impactos en otra esfera, la psicológica, la simbólica y en última instancia, en la política. La idea no es generar muertes por sí solas, sino provocar terror a partir de esas muertes, o bien, a partir de comunicar de manera eficaz un sentimiento generalizado de vulnerabilidad y amenaza. Justo en eso radican los errores que cometemos cuando empleamos mediciones estadísticas. Es decir, la eficacia del terrorismo no estriba en cuántas muertes se provocan o cuánto daño material se genera, sino en cuánto terror se propaga, cuánto estrés colectivo se contagia y cuán vulnerables se sienten las personas quienes entonces se convierten en víctimas indirectas de los atentados.
En ese sentido, por ejemplo, los ataques del 9/11 fueron brutalmente eficaces. Su impacto psicológico, el nivel de miedo provocado, y las consecuencias políticas ocasionadas a raíz de ese miedo, son factores que siguen resonando 17 años después. No obstante, otro tipo de ataques más recientes y mucho menos letales que los de aquél 2001, cometidos de manera menos sofisticada y compleja—piense usted en los de París del 2015 o la ola de atentados en Europa durante el verano del 2016, o incluso los de Londres, Manchester o Barcelona del 2017—fueron capaces de provocar efectos psicológicos masivos de considerable gravedad. Esto se debe a los avances en las tecnologías de comunicación, y al poder que hoy tiene una persona atropellando transeúntes, o un individuo atacando turistas con un cuchillo, para lograr que su ataque sea transmitido y retransmitido en solo unos instantes, y que su mensaje llegue a decenas de países, muchos de ellos ubicados a miles de kilómetros de distancia. Por ende, lo que tendríamos que poder medir no es únicamente el número de incidentes (cuyo aproximado 50%, por cierto, no produce víctimas mortales) o el número de muertes, sino la velocidad con la que las noticias son propagadas de manera masiva y su capacidad de incidir en las actitudes, opiniones y en las conductas de terceros, donde quiera que estos terceros estén situados.
Al respecto, solo unos datos para ilustrar. De acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz (GTI, 2105), el terrorismo produce unas 13 veces menos muertes que otras clases asesinatos. De hecho, según un reporte del 2017, las posibilidades estadísticas de que un estadounidense muera en un ataque terrorista es una en 29 millones. En otro estudio, Nowrasteh muestra que de 1992 a 2017, las probabilidades de morir o ser herido en un atentado terrorista cometido en suelo estadounidense, eran 133 veces menores que por otros tipos de violencia intencional. Y, sin embargo, en una encuesta efectuada en 2016 entre potenciales electores estadounidenses, la universidad de Quinnipiac detectó que ocho de cada diez de sus participantes consideraba algo o muy probable que ocurriese un atentado terrorista próximamente. Esto representaba los niveles más elevados de ansiedad por terrorismo desde el 2001. Es importante considerar que la misma encuesta indicaba que 53% de personas pensaba que las libertades individuales no se han restringido lo suficiente y deberían restringirse más a fin de garantizar la seguridad en su país. En otro estudio, el Pew Research Center encontró que los votantes encuestados pensaban que el terrorismo debería ocupar más tiempo que cualquier otro tema en los debates presidenciales.
Así que las preguntas que nos tenemos que hacer giran no solo en cuanto a por qué el número de eventos y muertes por terrorismo se han incrementado de semejante manera desde el 2001 a pesar de que nunca antes se había destinado tantos recursos económicos y humanos para su combate. Las preguntas deben también versar en torno a cuáles son los mecanismos mediante los que funciona este tipo de violencia como para que hoy, después de 17 años, muchas sociedades que están lejos de ser las mayores víctimas directas del terrorismo, no se sientan, en absoluto, menos vulnerables que en aquél entonces. Ya en otra colaboración, abordaremos parte de lo que se ha investigado en cuanto a cuáles sí han sido algunas de las estrategias más eficaces para atenuar los efectos de esa clase de violencia.
Analista internacional. @maurimm