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“¿Qué es un hombre rebelde? —se pregunta Camus— Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento” (El hombre rebelde). El rebelde reacciona al entorno que lo desafía, desde su convicción y sus valores. No elige ser rebelde sino que, obligado por las circunstancias, opta por la rebeldía: nadie se propone ser rebelde como si se tratara de una profesión o de un propósito vital. Quien anuncia que será un rebelde está posando, porque no controla ni puede controlar los motivos que le llaman a la rebeldía.
En cambio, no hay rebeldía sin convicción. Es por oposición a los valores propios y a los hechos que los niegan, los oprimen o los contradicen que se produce la rebeldía. Nadie sensato va por la vida buscando investirse de rebelde y nadie con convicciones profundas se rebela todo el tiempo contra todo y contra todos. Quien actúa de esta manera es más bien un cómico. El rebelde reacciona porque no acepta la situación a la que otros le han llevado; porque otros han rebasado el límite que le imponen sus valores y entonces, y solo entonces, opta por la afirmación que niega: así no.
Al rebelarse convoca: “El movimiento de rebeldía no es, en su esencia, un movimiento egoísta —sigue Camus—. Puede tener determinaciones egoístas. Pero el hombre se rebelará tanto contra la mentira como contra la opresión. (…) Exige, sin duda, el respeto a sí mismo, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural”. Quizás por esta razón los académicos de la lengua descalifican a la rebeldía y la identifican con la excitativa a la sedición y el motín, como si el rebelde no tuviera más alternativa que “levantar a alguien haciendo que falte a la obediencia debida”. Conservadores, quienes nos dicen lo que dicen las palabras sugieren que la iniciativa nace del rebelde. Pero no es cierto. Nace de su convicción, pero no de sus actos propios.
El hombre rebelde —para seguir usando la expresión de Albert Camus— se queda donde está o donde ha estado y actúa sobre la base de su situación. Lo que se mueve es el entorno que lo empuja hasta las fronteras de lo inaceptable y a la obligación moral de decir: no. El rebelde opone resistencia a la conducta de otros y se subleva ante las decisiones que ofenden sus valores. No cede, ni pacta, ni se somete, porque su rebeldía no se deriva de un cálculo político ególatra o de una posición pragmática para ganar poder. Tampoco envidia a quienes lo amenazan, porque “se envidia lo que no se tiene, mientras que el hombre en rebeldía defiende lo que es. No reclama sólo un bien que no posee o del que lo han frustrado; apunta a hacer reconocer algo que tiene como más importante que lo que podría envidiar”.
La rebeldía no es, sin embargo, un hecho individual sino un llamado a la acción comunitaria. No la hay donde no hay oposición visible ni excitativa a despertar la resistencia ante quienes han rebasado los límites de la mentira o la opresión, en cualquiera de sus múltiples manifestaciones. Ni existe tampoco donde se hacen volubles las ideas o los valores se doblan por dinero o fama pública. No hay verdadera oposición sin posición ni valentía.
La rebeldía no es una estrategia ni una consigna, sino su opuesto: el rebelde se levantará en contra de quienes hayan vulnerado las fronteras de sus convicciones aunque se quede solo, porque no está en busca de protagonismo; no lo mueve el pecado de la vanidad sino la defensa de la dignidad. Y no se rendirá sino hasta que se modifiquen los motivos que lo llevaron a ponerse en rebeldía. Alguien lo puso en esa situación en contra de su voluntad, y solamente saldrá de ella cuando hayan remitido las razones que emergieron para rebelarse y se hayan puesto en su lugar las que merezcan una aceptación digna y justa y un horizonte superior. Todo lo demás serán patrañas.
Investigador del CIDE