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Hace más de veinticinco años escribí:
“La vida independiente del país se ha desenvuelto sobre tres grandes tendencias que cobraron forma desde principios del siglo XIX, que acompañaron la instauración del liberalismo como ideología nacional y que han cruzado la historia de México hasta nuestros días: i) la tendencia a la definición de grandes proyectos políticos y económicos, concebidos por una élite, sobre una realidad social compleja y difusa; ii) la tendencia de los grupos políticos a concentrar el poder en una sola persona —la del presidente de la República, en la mayor parte de la historia mexicana— como núcleo de la capacidad de dominación del Estado, iii) la tendencia del propio Estado a ejercer su dominación más allá de los límites que establece la ley, lo que ha supuesto que las formas jurídicas pocas veces hayan coincidido con las prácticas políticas reales” (La democracia pendiente. Ensayos sobre la deuda política de México. FCE, 1993).
Cinco lustros más tarde, observo que nada ni nadie ha logrado romper esas tendencias. Aunque la palabra democracia se haya pronunciado siempre, su contenido sustantivo se ha subordinado a los imperativos del conflicto entre contrarios y a la disputa del poder entre un grupo de personas que, mientras lo han tenido, no han logrado establecer un grupo de reglas permanentes para afrontar los problemas principales del país mas allá de nombres propios y de coyunturas específicas. Hemos caminado de espaldas al futuro, mirando hacia los agravios del pasado.
Los grandes proyectos de cambio se han dolido siempre de la desigualdad y la injusticia. Pero haciéndolo, las han eternizado con promesas de cambio que no han tenido más asidero que el discurso que las niega, encarnadas en el enemigo a quien debe derrotarse, mientras los poderes se concentran en un líder que impone su voluntad por encima de cualquier razón, con la oferta de volver a empezar.
Elíjase cualquier momento de la historia y se verá el discurso del agravio, al líder que lo encarna y el sometimiento de las instituciones al poder político. Ni siquiera el presidente más grande de la historia mexicana, Benito Juárez, logró cambiar esas tendencias. Como lo escribió Emilio Rabasa en La Constitución y la dictadura: “Juzgar los detalles de la ley como base de gobierno, habría sido una puerilidad en momentos en que era imposible organizar y se necesitaba destruir. (…) Juárez murió en julio con el poder formidable de las facultades extraordinarias con que gobernó siempre (…). Con la Constitución no gobernó nunca”.
Que los grandes proyectos políticos de cambio sean elaborados y dirigidos por un grupo de personas no es un rasgo peculiar de México. Lo que singulariza esa tendencia es que esos proyectos han sido, hasta ahora, inevitablemente excluyentes: no proponen cimentar el largo plazo, sino derrotar cuanto antes cualquier argumento que los interpele. Por eso nunca han logrado trascender la vida y las circunstancias de quienes los defienden. “Sólo cuando una de las facciones en pugna ha logrado imponerse a las demás, esos proyectos han cobrado legitimidad”, escribí hace cinco lustros. Y la lección histórica que se sigue de ahí puede ser tan dura como ciertas doctrinas religiosas: quien se suma es un iluminado y quien se opone ha de ser eliminado.
Y allá vamos otra vez, con el aliento contenido, a la vieja pugna que ha recorrido la historia completa del país: a la derrota o el sometimiento de las instituciones creadas a duras penas para darle transparencia a los asuntos públicos, para contener los abusos y la corrupción de toda índole y para arraigar la pluralidad y los contrapesos en la rendición de cuentas sobre los resultados entregados, en nombre de una nueva narrativa de los vencedores y de los aparatos de poder que circundan y protegen a quien los encabeza.
Investigador del CIDE