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Las dos instituciones que encabezan el régimen electoral mexicano están atravesando por un desierto: de un lado, el conflicto entre los integrantes de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (Trife) ha llevado a la renuncia de Janine Otálora a la presidencia de ese órgano; y de otro, el Instituto Nacional Electoral (INE) ha enderezado una controversia constitucional en contra de la Cámara de Diputados para tratar de hacerse con los recursos que, según los consejeros electorales, resultan indispensables para organizar los comicios que tendrán lugar el próximo 2 de junio.
De un lado, la disputa interna en el Trife ha mostrado su flanco más débil: el encono entre magistrados, agigantado por las disputas que despertó la resolución de las elecciones de Puebla, que probablemente quedará registrada como una de las más polémicas en la historia de ese órgano, pero que de ninguna manera justifica la ruptura entre sus integrantes. ¿Qué puede esperarse de un colegiado que está llamado a dirimir los conflictos electorales, pero que es incapaz de controlar sus propias pasiones? En su renuncia, la magistrada Otálora habló de una transición necesaria en el tribunal. ¿Pero una transición hacia dónde?
De otro lado, nos enteramos de que “la drástica reducción presupuestal determinada por el Legislativo impide que el INE, de forma independiente y autónoma, participe en la organización de los procesos electorales que se realizarán este año en Baja California, Durango, Aguascalientes, Quintana Roo y Tamaulipas (a los que debe añadirse Puebla), con lo cual se vulnera el ejercicio efectivo de los derechos políticos y electorales de la ciudadanía en esas entidades; expida millones de credenciales para votar gratuitamente; fiscalice los recursos de los partidos políticos y las candidaturas; monitoree las transmisiones de radio y televisión; o bien, que cumpla con otras obligaciones constitucionales y legales”. Nada menos.
Para completar el escenario ominoso, añádase que el régimen de partidos que se construyó al final del siglo pasado está sumido, a su vez, en una crisis que hoy parece imposible de remontar. Los que protagonizaron la transición de finales del siglo pasado y sentaron las bases del sistema electoral que hoy tenemos, están atravesando por el peor momento de toda su historia. Ninguno parece contar con los argumentos suficientes para salir airosos de sus propios abusos, ni para enfrentar la emergencia de una nueva fuerza política anclada en la poderosa legitimidad del presidente de la República, que promete reconstruir la hegemonía de un partido prácticamente único. Y, sin embargo, es con ellos con quienes sigue operando el régimen electoral que tenemos, como si no hubiera pasado nada y como si todas las circunstancias estuvieran intactas.
Y por si algo faltara, hay que sumar que nadie recuerda siquiera a la Fepade, que la fiscalización de los partidos se convirtió en una farsa, que las elecciones locales siguen siendo motivo de conflictos interminables sin filtro, que el voluminoso financiamiento de los partidos está en jaque y que el nuevo gobierno se ha propuesto cargar con más responsabilidades al INE, para organizar consultas cada vez que sea necesario.
Dadas estas circunstancias, me resulta obvio que el régimen electoral mexicano, tal como lo conocimos, está en agonía. Y me parece evidente la urgencia de llamar a modificarlo lo más pronto posible, a fin de conjurar el riesgo de volver al tiempo en el que la distribución del poder se resolvía por vías ajenas al voto, aunque hubiera elecciones. Hay que desatar los nudos formalistas, simplificar los procesos que no llevan a ningún lado y rediseñar las instituciones que hoy están revelando, como nunca antes, la doble causa de sus debilidades: la pasión y el dinero.
Investigador del CIDE