A iniciativa del Patronato del Ateneo Español en México, que guarda la memoria de la república española abatida en 1939, el gobierno y el Poder Legislativo mexicanos han conmemorado el octagésimo aniversario de la llegada del buque Sinaia, que fue el primero de los transportes exclusivamente dedicados a cobijar en nuestras tierras a los republicanos derrotados por las armas, pero invictos en sus convicciones. El viernes pasado, como culminación de una larga serie de acontecimientos destinados a rememorar la profundidad de ese episodio, la Cámara de Diputados inscribió con letras de oro en el muro de honor del Congreso mexicano: “Al exilio republicano español”.

Nunca fue más oportuna esta memoria. Desde luego, por la gratitud mutua que se deben los exiliados españoles y los mexicanos: los primeros, por la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas y de su esposa, doña Amalia, quienes los abrazaron desde un principio sin titubeos ni condiciones; y los segundos, por el caudal de aportaciones que ese grupo de casi tres decenas de miles de hombres y mujeres trajo a la ciencia, a la cultura, a las artes, a la economía y a las instituciones del país y que siguen rindiendo frutos frescos. Pero esa memoria es oportuna y hasta urgente, digo, no sólo por la gratitud recíproca y el valor de los recuerdos, sino por la potentísima vigencia de las lecciones que legó.

Entre todas ellas, hay una que merece subrayarse hoy mismo a la luz de los desafíos que enfrenta México al cumplirse un año de la rebelión electoral del 1 julio del 2018. Si viviera, estoy seguro de que Manuel Azaña tendría algo fundamental que trasmitirle al presidente López Obrador: que no hay riesgos más palpables para el éxito de una transformación definitiva de las naciones escindidas por la desigualdad y la violencia, que la exclusión, el fanatismo y la intolerancia. Por contradictorio que parezca, mientras más radical se quiere la mudanza, mayor magnanimidad reclama. “A la política y a los hombres de gobierno no les está permitido escindir la realidad —dijo Azaña en 1932— ni decir: Esto me gusta, esto me agrada, esto me conviene, esto lo organizo y lo defiendo; lo demás, se quita, se borra, desaparece de la contemplación de mis deberes”.

Ningún Estado democrático sobrevive (democrático, subrayo) dividido para siempre ni polarizado entre dos bandos irreconciliables. Como lo prueba la experiencia española, bajo esas condiciones no hay república posible —la cosa pública, diversa, plural y múltiple, pero justa, igualitaria y democrática—. En la intolerancia y la altivez sin reconciliación, el destino no es otro que la guerra. Y en la guerra no gana —como lo prueba otra vez la república española— quien aduce principios y razones sino quien tiene más armas y mayor capacidad de destruir al enemigo.

Escribió Azaña en 1938: “Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra; ¡nunca! (…) Jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuáles van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral”.

De aquella experiencia devastadora, el republicano sacaba una lección postrera que dejó en la memoria colectiva para siempre: “La de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”.

Que comience el nuevo año marcado por la rebelión electoral con verdadero espíritu republicano y que las letras de otro que hoy están inscritas entre los mejores símbolos de nuestra historia nos recuerden lo fundamental de ese legado: que no se rindan los principios, pero que jamás se usen para afirmar solamente el poder propio.

Investigador del CIDE

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