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La traza fue peculiar. El Secretario de Hacienda renunció a su puesto en el gabinete mediante una carta breve pero fuerte. Palabras más, palabras menos, le comunicó a su jefe que no pudo poner en práctica sus ideas por la incompetencia de algunos miembros “impuestos” del equipo al que pertenecía, y porque ciertas decisiones de política pública se tomaron sin “evidencia”. Fuera de los dimes y diretes, en el trasfondo de la carta reluce una estampa del ambiente político que vivimos.
Andrés Manuel López Obrador es Presidente de México porque supo anteponer –por lo menos en el discurso- la dignidad de las personas (el pueblo es bueno y sabio) al elitismo que domina a las democracias liberales; el valor del autogobierno y de lo local, ante una globalización económica excluyente; y, sobre todo, porque supo construir una épica que dejó al discurso tecnocrático en meras ruinas de hielo. Todos estos son entuertos innegables del “liberalismo” moderno. El problema es que las posibles soluciones pasan no sólo por la gran retórica transformadora –que es fundamental- sino por un sinnúmero de decisiones de política pública que deben satisfacer las necesidades más inmediatas de la población. Éstas son condiciones necesarias de aquella “gran transformación”, no al revés.
Imagino que ese desajuste entre la grandilocuencia política y los detalles de la función diaria de gobernar, motivó la renuncia del hoy Exsecretario de Hacienda. Por un lado, su jefe todo el día, todos los días, decreta nuevas realidades, finaliza eras enteras (la neoliberal), elimina cánceres sociales de siglos atrás (ya no hay corrupción) y pinta el fresco de un país que la mayoría de los mexicanos no vemos. Y, por el otro, imagino a un Urzúa que llegaba a su despacho, cuadraba presupuestos, desmantelaba programas, recortaba gastos, despedía gente; todo, para cumplir con un mandato de austeridad que ha devenido en dogma y en parálisis gubernamental. Además, navegando sin rumbo definido.
Un Secretario de Hacienda es la bujía que aterriza los grandes planes de gobierno. No por nada dicen que “gobernar es presupuestar”. Si no hay claridad en cómo lograr lo que se quiere, la tarea se torna imposible. El objetivo de este gobierno es conocido: que los que menos tienen, vivan dignamente. Perfecto. El problema es que eso precisa de un Estado fuerte, robusto, que limite a los “poderes salvajes” del mercado, que corrija injusticias mediante una correcta redistribución de la riqueza, que teja una red de protección social y provea bienes públicos –empezando por salud, educación, alimentación y vivienda. Y todo eso cuesta dinero -que no hay porque se niegan a subir impuestos- y capacidades de gobierno –cada vez más escasas por todo el talento que han dejado ir. También requiere de un proceso muy fino de planeación, de coordinación con las demás instancias y niveles de gobierno, y de una implementación focalizada para que los recursos lleguen a quienes más lo necesitan. Nada de eso está sucediendo. Vemos lo contrario: subejercicios, ausencia de reglas de operación de programas sociales, y dispersión de recursos a ciertos segmentos de la población –jóvenes, adultos mayores, etcétera- cuyos resultados todavía son inciertos; y cuya construcción, como lo ha señalado Héctor Aguilar Camín, ha pasado por una destrucción institucional sin precedentes.
¿Qué es lo que sí vemos? A un Secretario de Hacienda que renunció a su trabajo porque sabía que no podía dar los resultados que quería. Un acto de congruencia, sí, pero también de preocupación para todos.