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Eran miles. No era un miércoles cualquiera. Dos días antes, el tres de septiembre, la manifestación pacífica de estudiantes del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), Campus Azcapotzalco, fue agredida por un grupo de golpeadores de manera salvaje. Las imágenes que vimos no dejan lugar a duda: iban por ellos. No fue un enfrentamiento entre dos grupos de estudiantes, sino el ataque premeditado de un grupo organizado para ejercer violencia.
Eran miles. Treinta mil al menos, los que salieron de sus salones a las calles del circuito universitario para expresar su repudio. Llegaron compañeros de otras instituciones y se unieron a la marcha. No es sencillo lograr una movilización de tal magnitud, ni que transcurra en orden. Con la firmeza y el coraje correspondientes a la causa que la motivó, vimos caminar, gritar y concentrarse en los alrededores de Rectoría a las jóvenes y los muchachos que sintieron, como propios, los golpes a sus colegas.
Eran miles. Con mantas o trozos de papel improvisados por la prisa en escribir su palabra. La consigna central, “Fuera porros de la UNAM”, brincó los límites del campus para llegar, mutando no su sentido sino las palabras, a muchos sitios de un país muy lastimado, sí, que no ha bajado las manos.
La violencia cruza toda nuestra geografía. Son muchas sus formas: asesinatos sin fin, feminicidios, secuestros; desaparecer a tantos, estafas al por mayor, robar dinero destinado a la salud para campañas políticas. La mentira tiene curso legal: fingir una trasformación educativa a golpes de billete en propaganda hueca, o trucar la asignación de obras para beneficio de los amigos. Y, como sombra, la impunidad: no hay justicia, queda sin pena quien mata o destroza la vida de los que buscan, sin hallar, aunque sea ya nada más, los restos de sus hijos.
Escucho: no más violencia en el país, fuera la impunidad, que la corrupción no rinda, y la decencia y el esfuerzo permitan vivir con dignidad. Que el dinero alcance y no sobre tanta quincena cuando ya se terminó el salario.
La marcha de la UNAM tuvo, claro está, sus objetivos y causas. Pero porque la vida social está llena de símbolos, puede ubicarse en un espacio mayor de reclamo justo y exigencia impostergable.
Lo que escribo verá la luz el sábado, aunque lo redacto el jueves mientras llueve. Estoy en un despacho de la UNAM, a un lado de la calzada por la que pasaron apenas ayer los contingentes que, exigiendo una universidad sin violencia ni golpeadores, y un espacio del saber sin impunidad ante los atropellos, representaron a tantos que, en otras latitudes y contextos, han decidido que ya basta y esperan un cambio: de ese tamaño es la responsabilidad del nuevo gobierno, y la talla de la miseria política de los que, en buena hora, no tardan en irse. Son millones.