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El arribo de un nuevo gobierno va siempre acompañado de expectativas de cambio. Hablar de cambiar el país resulta excesivo. No se puede cambiar el territorio, la población, el clima o a los vecinos. El margen del cambio está en las instituciones del Estado, en donde sí manda el gobierno y desde donde incide en el bienestar o malestar de los mexicanos.
El cambio de gobierno que se avecina tiene sus bemoles. Las percepciones de la situación del país y del desempeño de sus gobiernos están en niveles francamente bajos. En temas como seguridad pública o desigualdad, por los suelos. Las expectativas de los ciudadanos no tienen precedente.
El gobierno por entrar ha mostrado inequívocas señales de intención de cambio: terminar con la corrupción, con las prebendas y privilegios de funcionarios públicos, con el malgasto público y con la pobreza de resultados.
El gran reto es cómo lograrlo. Desde el prisma político surge la tentación de concentrar el poder. A mayor centralización del poder mayor control de los procesos y, por lo tanto, mejores resultados, argumentan quienes favorecen este enfoque. Las democracias más exitosas muestran lo contrario. Desde la perspectiva institucional, los hay quienes sostienen que el cambio se produce cuando compactamos, recortamos o fusionamos las estructuras institucionales. Los panistas elevaron la seguridad pública a secretaria de Estado y ello no solucionó el problema. Los priistas la regresaron a Gobernación. Y tampoco lo solucionaron.
Los cambios en las estructuras gubernamentales conllevan reasignación de funciones, movilización de personal, desconcierto e incertidumbre entre los servidores públicos y farragosas modificaciones de leyes y reglamentos. Son procesos costosos y el impasse suele ganarle al avance.
En la realidad burocrática los cambios más efectivos se logran cuando se enfocan en la revisión de procesos y procedimientos, no en la modificación de estructuras y organigramas. Por ejemplo, en la prestación de un servicio de salud, en la licitación de proyectos y compras gubernamentales, en una investigación criminal o en la expedición de un documento oficial. Es ahí donde se encuentran las fallas, los problemas, la fuga de recursos y otras tantas taras que restan en lugar de sumar. Ahí es donde se debe trabajar.
Cuando los cambios provienen de meras ocurrencias, de prejuicios o ideas preconcebidas, están destinados al fracaso. Desaparecer el órgano de inteligencia del Estado para la seguridad nacional y fusionarlo con el órgano de seguridad pública por considerar que el Cisen se desvió de sus propósitos originales, parece derivar de la lógica simplista de que la seguridad individual (ciudadana) y la seguridad del colectivo (nación) son sinónimos. Craso error.
La reingeniería institucional es una minuciosa tarea que requiere conocimiento y experiencia. Es el punto en el que los políticos deben dar paso a los técnicos. Incluso si se toman las decisiones correctas en la dirección correcta, del anuncio de un cambio a sus resultados visibles hay un largo trecho. Los dividendos políticos nunca serán de corto plazo.
En México 9 de cada 10 servidores públicos ganan salarios que apenas alcanzan para mantener a sus familias. Cientos de miles de maestros, médicos, enfermeras y policías están ahí por vocación de servicio. Merecen respeto y consideración de los mandos políticos. Entienden poco de cambios institucionales. Lo que requieren es certidumbre, dirección, claridad de objetivos, liderazgo y buen ejemplo de sus jefes. Y no menos importante, condiciones para hacer su trabajo en forma digna y eficiente. Y todo ello tiene que ver con procesos y procedimientos, no con cambios estructurales. Cuidado, cuando el cambio es producto de la ficción, quien más pierde es la realidad.
Consultor en temas de seguridad y
política exterior. lherrera@coppan.com