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Quizá el peor tema para entender lo que es la división de poderes, cómo funciona y cuál es su sentido sea el de los salarios de los funcionarios públicos. Una sociedad marcadamente desigual, agraviada, la que de manera regular conoce de casos de corrupción que quedan impunes, no parece ser demasiado receptiva a los argumentos en la materia. Más bien, no resulta difícil alimentar la hoguera de la desconfianza y el malestar. Por supuesto, deberíamos contar con un marco regulatorio claro y transparente y racional para evitar excesos, pero eso no se logra estableciendo por decreto topes y desconociendo derechos adquiridos. Pero quiero ir a otra parte.
En las democracias constitucionales existe una tensión que resulta inherente al diseño estatal: entre las instituciones en las que cristaliza la soberanía popular y las encargadas de velar por la constitucionalidad de los actos de las primeras. Es una tensión latente que por momentos se vuelve manifiesta y que en teoría resulta venturosa para evitar los desbordamientos que pueden vulnerar los pilares de la convivencia democrática. Me explico.
Es en los poderes Ejecutivo y Legislativo en donde, en principio, se deposita la soberanía popular. Se trata de cuerpos diferenciados, con facultades distintas y normadas, pero que tienen un origen común: el voto de los ciudadanos. Esos poderes se encuentran acotados por la Constitución, las leyes, los tratados internacionales. No deben desbordarse porque sí pueden hacerlo. Una mayoría legislativa que actuara como si no existieran límites, pensando que encarna “la voluntad popular”, podría atentar contra el propio marco normativo, privar de derechos a las minorías y convertirse en una mayoría dictatorial (ya los griegos señalaban que la democracia podía tornarse en oclocracia, es decir, en el gobierno tiránico de la mayoría). Por ello, si bien la mayoría puede y debe legislar, existe la posibilidad de impugnar sus decisiones ante la Corte, un auténtico tribunal constitucional, que tiene la facultad de evaluar si las leyes emitidas no contradicen los mandatos constitucionales. A ese recurso que pueden interponer el 33% de los legisladores de cualquiera de las Cámaras, el titular de la PGR, la CNDH o los partidos políticos tratándose de leyes electorales se le llama acción de inconstitucionalidad. Y tiene mucho sentido. De ahí la importancia —por lo menos teórica— de la necesaria división, independencia y equilibrio entre los poderes constitucionales, que se supone es característica de los sistemas democráticos.
Pero, además, en los últimos años hemos vivido una importante ola que hace aún más complejo —acotado— el ejercicio de gobierno. Por ingentes necesidades se han creado órganos autónomos constitucionales encargados de realizar tareas que o no deben estar sujetas al litigio político (hasta dónde eso es posible) o destinadas a proteger a los ciudadanos de los excesos de las autoridades. El INE intentando que la organización de las elecciones no se encuentre subordinada a ninguna de las fuerzas en pugna; el Inai para velar por que el acceso a la información pública se haga realidad, ante no pocas reservas inerciales de las muy distintas autoridades; o la CNDH y sus homólogas en las entidades para proteger a los ciudadanos de las violaciones a sus derechos. En todos estos casos (se pueden agregar el Banco de México, las universidades públicas, el Inegi y otros) las tareas que deben desarrollar reclaman de la autonomía, porque si estuvieran subordinados a cualquiera de los poderes constitucionales tradicionales difícilmente podrían cumplir cabalmente con su misión.
Por ello no deja de ser “curioso” que algunos crean que en las nuevas condiciones esas instituciones sobran. Dado que se piensan a sí mismos como entidades virtuosas los contrapesos les parecen innecesarios. Pero ya lo sabemos o lo deberíamos saber: quienes ejercen el poder pueden desbocarse y por ello mismo los sistemas democráticos construyen una constelación de salvaguardas.
Profesor de la UNAM