¿Puede un grupo de particulares organizar una consulta —llamémosle popular—? Por supuesto que sí. Nada se lo impide. Puede hacerlo sobre el tema que quiera, con los medios que quiera (cartas, urnas, mensajes, teléfono, palomas mensajeras), con la participación que quiera (familiares, amigos, vecinos, conciudadanos), y al final los resultados eventualmente les podrán ser útiles y explotarlos a contentillo. Pero no podrán aspirar a que esos resultados obliguen a nadie a hacerlos realidad y menos aún a las instituciones del Estado.
¿Puede un grupo de particulares, que en cinco semanas será gobierno, llamar y organizar una consulta popular? Pueden, porque siguen siendo particulares. No tienen cargo público alguno… todavía. Pero las derivaciones de esa consulta serán, legalmente hablando, similares a la de cualquier otro grupo de particulares. Quizá buenas para ellos, pero para nadie más.
¿Debe un grupo de particulares, que en cinco semanas será gobierno, realizar una consulta popular? No. Porque ese ejercicio emite señales más que preocupantes.
Primero. Se evita cumplir con la normatividad que la Constitución y la ley instituyen para ese tipo de consultas. La Constitución establece quiénes pueden convocarlas, restricciones temáticas, la Corte debe resolver sobre la constitucionalidad de la materia y el Congreso emitir la convocatoria. El INE es el encargado de realizarlas y deben celebrarse el día de la elección federal. Y solo si participa por lo menos el 40 por ciento de los electores inscritos en la lista nominal tendría carácter “vinculante”. Es decir, contamos con una normatividad —si se quiere barroca— para que dichas consultas resulten legítimas y legales. No pueden ser caprichosas ni en los términos que se le ocurran al convocante. Deben de llenar una serie de requisitos para proteger a los ciudadanos de eventuales abusos de los gobernantes y pasar por un proceso de certificación para hacerlas genuinas. Son formalidades, pero formalidades con sentido que intentan fijar reglas que ofrezcan certidumbre, transparencia, pertinencia y legalidad. Y realizarla unos cuantos días antes de la toma de posesión invita a pensar que se hace así precisamente para no cumplir con las obligaciones constitucionales y legales.
Segundo. No llena ninguno de los requisitos para ser considerada como una consulta auténtica. Se cercena de inicio a millones de mexicanos que no podrán votar. Se instalarán solamente 1073 casillas (en las elecciones federales constitucionales se colocan 150 mil) en 538 municipios. Y ninguno de los mecanismos que se utilizan para ofrecer garantías de certeza e imparcialidad en nuestros comicios será utilizado (bueno, los votantes tendrán que presentar su credencial de elector y será supervisada por académicos y agrupaciones cercanos a los propios organizadores).
Tercero. Una cierta retórica en boga tiende a sobrevalorar los mecanismos de democracia directa, pero en efecto, pueden llegar a ser un complemento efectivo de la democracia representativa, multiplicando la participación e inyectando un mayor sentido al ejercicio del voto, como sucede en los comicios estadounidenses que son acompañados de diversas consultas. No obstante, realizarla de manera informe, sin un marco legal, sin mecanismos que garanticen su limpieza, puede acabar por desvirtuar la idea misma de una venturosa fórmula de democracia directa. Puede trocarse en un búmeran.
Cuarto. Se puede convertir en un precedente ominoso. Una fórmula “alegal”, diseñada a voluntad de los convocantes, sin garantías de integridad, equidad, transparencia. Solemos despreciar las formas. Más aún las formas legales. Pero es necesario insistir que en la —por muchos momentos— tensa relación entre ciudadanos y autoridades, solo las normas legales pueden proteger al débil frente al fuerte, al gobernado frente al gobernante, al ciudadano frente al funcionario. Y hacerlas a un lado, actuar como si no existieran, no puede presagiar nada bueno. Ojalá rectificaran.
Profesor de la UNAM