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Las batallas más importantes de hoy acontecen en el terreno del lenguaje. Vemos intentos por denominar a los hechos de tal modo que se constituyan en armas políticas para enfrentar a los adversarios. En algunos casos se trata de adjetivaciones simples para comprender grupos de personas y descalificar de antemano sus críticas o desacuerdos. En otros, son auténticas reingenierías para establecer o retardar nuevos estados de cosas. Ejemplo de los primeros son los chairos versus los fifís o liberales versus conservadores; ejemplo de los segundos, las nociones mismas de la Cuarta Transformación o del populismo. Los juegos que se juegan son la expresión concreta del proceso que vivimos. Parafraseado a Clausewitz, son la continuación de las elecciones por otros medios. Nada extraordinario en un país en el que los resultados de las urnas mostraron, más allá de mayorías, la existencia de una sociedad plural y fragmentada de muchas maneras.
Entre los juegos de reconfiguración del lenguaje y, desde luego, de las prácticas que con ellos se tratan de establecer, hay uno que me resulta importante en el presente inmediato y en el futuro por venir. El de los llamados “presos políticos”. El tema aparece y desaparece de manera fragmentaria y difusamente. Se sabe que fueron liberadas 16 personas y que se revisan los casos de entre 199 y 368 más. De la mecánica de implementación se sabe que la Senadora Salgado elaboró unas listas por encargo del entonces Presidente Electo, que los nombres resultantes se revisan por una comisión de la Secretaría de Gobernación, que en los casos procedentes se solicitó a la Procuraduría General de la República el desistimiento del ejercicio de la acción penal y que los jueces de las causas penales han acordado favorablemente la peticiones realizadas.
La calidad de “preso político” es un estatus jurídico. No es un hecho natural, ni una etiqueta para colocársela a quien cada cual desee. Conforme al derecho internacional, ser “preso político” implica estar privado de la libertad por determinación estatal con motivo del ejercicio de la libertad de creencias (políticas o religiosas), por el ejercicio de ciertos derechos (expresión, información o asociación), por la defensa de los derechos fundamentales o por razones étnicas, de género o lengua, principalmente. Así las cosas, ¿qué resulta al contrastar los hechos imputados a cada una de las personas cuyos casos se están revisando, frente a los criterios generales para identificar la condición de “preso político”? Esto es lo que no sabemos. ¿Cómo, en efecto, se podría determinar si los liberados son de verdad “presos políticos” o si son personas acusadas de la comisión de delitos ordinarios a las cuales se les quiere liberar anticipadamente por ciertas razones “políticas”?
Hay que distinguir con cuidado y rigor entre ser “preso político” y ser delincuente con preferencias políticas. Para los primeros casos, tenemos los ejemplos conspicuos de Gandhi, Mandela o, entre nosotros, los hermanos Flores Magón. Para los segundos, bastaría pensar en cualquiera que robe, mate o viole como acción delictiva pura y luego pretenda que por su cercanía a un movimiento triunfante, sus faltas deben serle perdonadas por esa razón de pertenencia.
A lo que podríamos estar asistiendo con el uso de la expresión “preso político”, es a una forma de victimización de las personas que más allá de sus conductas concretas, se adhirieron a un movimiento político. Si ésta llegara a ser la intención, habría que pensar en las consecuencias. Primera, que podría no reconstituirse el tejido social por el abandono a las víctimas; segunda, que podría ampliarse la impunidad por la relación entre delincuentes y movimientos políticos; tercera, porque se estaría dejando a la autoridad administrativa la definición de la calidad de “preso político”. Esto último puede resultar atractivo cuando se trata de liberar encarcelados; no, desde luego, cuando se trate de negarles un estatus a quienes auténticamente deban merecerlo.
Ministro en retiro. Miembro de El Colegio
Nacional. @JRCossio