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Hace unos días me invitaron a participar en el Foro para la Reforma Electoral, organizado por la Cámara de Diputados, lo cual agradecí, pero decliné por tres razones:
1. No hay un acuerdo básico entre partidos políticos y otros actores para una reforma electoral. Estas reformas, ya sean mínimas o profundas, no dejan de ser modificaciones a las reglas del juego democrático, lo cual implica reglas procedimentales para la renovación de los poderes públicos, reglas del tipo de representación política y las garantías esenciales para la tutela de derechos políticos y de la voluntad popular. Cualquier ajuste requiere un amplio consenso, producto de la deliberación de las fuerzas políticas y, por supuesto, exige abrir espacios a otras voces (sociedad civil, academia y autoridades).
Sistemáticamente en México se han realizado reformas constitucionales y legales, que han permitido la evolución electoral (1994, 1996, 2007 y 2014). En un inicio, aun con mayorías parlamentarias amplias de un mismo partido, dichas reformas se consensaron con los principales partidos de oposición. Hoy ese consenso es inexistente y se corre el riesgo de legitimar un proceso de discusión, que no cuenta con una pluralidad democrática indispensable.
2. Las reformas electorales deben partir de un diagnóstico claro y ser evolutivas, no involutivas. México cuenta con uno de los sistemas electorales más confiables a nivel mundial. El esfuerzo y la inversión que hemos hecho en las últimas tres décadas ha permitido el desarrollo legal e institucional, la profesionalización de quienes operan el sistema y, sobre todo, la autonomía e independencia al resolver disputas frente al poder político. Eso ha posicionado la democracia mexicana ante el mundo, que inclusive es requerida como asistencia técnica para países en vías de consolidación.
Nuestro sistema electoral puede ser perfectible, y claro que es posible revisar el federalismo electoral para adelgazar el costo de la democracia, lo que es una exigencia que debemos atender. Ello requiere un esfuerzo no sólo de las instituciones electorales sino también de los partidos (en 2018 el costo de los partidos nacionales fue de 6,700 millones de pesos).
Empero, para abordar este tipo de reformas orgánicas, se requiere un diagnóstico técnico y objetivo. Las instituciones electorales podríamos contribuir con ese ejercicio, siempre que se respete nuestra autonomía e independencia, que marca la Constitución. Eso es preferible a una conclusión apresurada y acalorada, producto de la amenaza de o cooperar con el cambio o desaparecer dichas instancias.
3. Los jueces no debemos opinar sobre las normas que nos corresponde aplicar. El principio de división de poderes marca que el Ejecutivo propone, el Legislativo dispone y el Judicial aplica y, en su caso, interpreta las normas. El efecto que conllevaría que un juez opine sobre la norma haría predecible su forma de juzgar. Las y los jueces estamos obligados a hablar a través de nuestras sentencias y reservarnos los puntos de vista; de lo contrario se puede ver afectada la justicia y se compromete la certeza y seguridad jurídica. Ello no impide que los operadores de la justicia electoral planteemos propuestas para mejorar el orden legal desde un aspecto técnico y teniendo en perspectiva el beneficio de los usuarios.
En conclusión, las reformas electorales no deben convertirse en ajustes de cuentas entre vencedores y vencidos. La democracia requiere demócratas, y su principal característica radica en respetar y hacer valer las reglas del juego.
Por supuesto, son válidos y necesarios los cambios al sistema normativo, pues esta materia debe ser dinámica y adaptarse a los cambios sociales. No obstante, tomar estas decisiones al calor de resultados electorales puede distorsionar una evolución real y efectiva del sistema de normas.
Hoy como nunca, quienes operamos el sistema debemos ampliar nuestros horizontes y no caer en el juego de legitimar un arreglo que no es plural, democrático ni evolutivo para el sistema electoral, por no afectar intereses creados (incluyendo la posible extinción de la función que desempeñamos).
Magistrado de la Sala Superior del TEPJF