Más Información
Cae “El Buchanas”, ordenó ataque a bar “Bling Bling” en Cuautitlán Izcalli; “hechos no quedarán impunes”, dice García Harfuch
Prisión preventiva oficiosa transgrede normas internacionales: ONU-DH; “Detener automáticamente a las personas viola sus derechos”
Alista Senado nueva Ley General de Derechos de los Pueblos Indígenas y Afromexicanos; deberán consultar a Claudia Sheinbaum
Birmex cancela investigación de mercado para medicamentos, denuncia diputado del PAN; Gobierno seleccionará precios arbitrarios, acusa
Alguna vez leí a Alberto Chimal explicar ciertas virtudes en las historias terribles de H.P. Lovecraft. Una de las maneras más potentes para evocar emociones como el miedo en el lector es, irónicamente y según Alberto, transmitiendo la imposibilidad de un personaje de explicar lo que sucede. No pude estar más de acuerdo. En los cuentos lovecraftianos más entrañables los personajes no sólo luchan por sobrevivir una realidad ominosa -usando su vocabulario-, sino por tratar de narrar lo inenarrable, lo que no tiene nombre.
¿Qué tan tremendo tiene que ser eso que acontece para que todavía no le hayamos inventado una etiqueta de grafemas y sonidos? Hasta dónde se tiene que estirar el mundo conocido para llegar a la orilla de su descripción. Lo peor de todo es, creo, que tocar los límites no es un atributo exclusivo de la ficción. Acaba de cumplirse un año más de la noche de los Cuarenta y Tres de Ayotzinapa, y con la administración haciendo maletas a uno le viene por hacer recuentos. Sin buscar ser exhaustivo, pienso que a estos últimos tiempos que hemos vivido en México los caracteriza esa potencia lovecraftiana: son tantas cosas tan absolutamente sórdidas que no tienen nombre. En sentido literal. Vale también la expresión figurada de la indignación, pero por esta vez quedémonos en la connotación más directa.
Cuatro años han pasado y no hay quién nos diga qué pasó aquella noche donde un autobús repleto de estudiantes vio esfumarse a sus pasajeros. No pidamos siquiera fincar responsabilidades, pero al menos saber cómo es que se cruzaron con el peor momento en el peor lugar para tomar un autobús. Y ésa punta de cuarenta y tres aristas es la punta del iceberg, por trillado que parezca. Porque asoma la fila casi interminable de cosas que no tienen nombre.
No podemos encontrarlos. La verdad histórica, ese amasijo de pedazos de datos ciertos e inventados que parcha un cuento que absolutamente nadie cree ahora, es lo único que se quemó en el tiradero de basura donde botaron nuestra ingenuidad. Y no podemos encontrarlos, en parte, porque resulta igual que hallar la aguja en el pajar. Se descubre cada semana una o varias fosas saturadas de cuerpos que tampoco tienen nombre, que tienen quién sabe cuánto tiempo allí, que trajeron de no sabemos dónde. Y un grupo de madres y familiares que con más valentía que todo el Estado se dedican a encontrarle sentido a lo que nunca lo tuvo, a tratar de clasificar esos cementerios improvisados, de devolverle un poco de cordura a quienes no han dejado de buscar hasta ahora.
Por el camino que serpentea esas fosas, un tráiler avanza sin rumbo fijo con la caja llena de más cuerpos, que no sacaron de una fosa pero casi como si hubieran, porque aunque le cueste creerlo tampoco existe un registro no digamos digital y exacto sino al menos pragmático y útil para saber de quién se trata. Porque no sobra decirlo, su condición en ningún momento debería traducirse en anularles la dignidad, el respeto mínimo, el derecho de sus sobrevivientes a reconocerlos, a darles un entierro menos azaroso. Y ahí pudo seguir ese camión avanzando lento, como los vemos en las carreteras, comprando tiempo mientras vemos qué hacemos, mientras otra noticia lo relega al olvido.
Y vaya que pasa. Porque tanta cosa evidentemente haría muy poco creíble a una historia de ficción. Pero a la realidad no le importan los lugares comunes ni ser creíble. Por eso se permite plantar a un grupo de asesinos vestidos de mariachi en Garibaldi, arremetiendo contra quienes también estuvieron en el lugar más ingrato de la ciudad. Del mismo modo que hace no tanto un trío de estudiantes de cine encontraron una locación que parecía interesante, o tantas mujeres que anduvieron en esas calles del Estado de México, de Tlaxcala, de Puebla, donde hubiera sido mejor no estar nunca. O ese exgobernador -en una lista de otros tantos parecidos- que confiesa sus asociaciones criminales al tiempo que, risueño, recuerda cuando tuvo a bien remplazar tratamientos por agua oxigenada. O la gente que no está en ese camión sin rumbo ni en las fosas clandestinas porque fue disuelta por completo en ácido, o los periodistas que desaparecieron investigando o yendo a la tienda. O los que creyeron que lo peor sería el cruce de la frontera entre México y Estados Unidos, hasta que llegaron al sur mexicano. O los niños a los que no hemos podido convencer de que hay sueños mejores que convertirse en sicarios, que ser capturados y cavar un agujero en la prisión de más alta seguridad para convertirse en una serie de televisión. O los que siguen empeñados en decir que tenían vínculos delictivos, que andaban en malos pasos, que se vistieron de manera inapropiada cuando el país entero es el escenario de las escaramuzas de traficantes, de las desapariciones sin consecuencias, de la normalización de la muerte.
Usted sabe que es imposible ser exhaustivo en el recuento, y que todo ello sería absolutamente demasiado para incluso la novela más ambiciosa. Pero en la realidad del México que nos tocó narrar todo cabe. Así, apretado y sin adjetivos como esta nota. Todo tiene sitio aquí, aunque no tenga nombre.
Tuit: En este mundo de tan poca sorpresa / nos terminamos el frasco del espanto / como buscando se tragaron el llanto / escarbando de una fosa la tristeza
@elpepesanchez